Ausencia de bidé

         Soy una especie de nómade urbano y me defino de este modo ya que debo mudarme con frecuencia debido al escaso tiempo que se me permite arrendar por la irregularidad de mis honorarios. Será la quinta vez en este año, aunque fuera del estrés y las molestias asociadas, es otra cosa lo que me enerva el genio: no he podido dar con ningún lugar que tenga bidé desde que ando circulando por los edificios y habitaciones de la ciudad y, que como habrán logrado inferir, han sido más que unos cuantos. En mis innumerables cambios he llegado a la evidente conclusión que las constructoras achican astutamente los espacios del inmueble sin modificar en demasía su valor posterior, de este modo, las inmobiliaras estancan los valores y la usura de los precios golpean a quien arrienda o decide comprar un departamento por un espacio equivalente al de una casa, pero que en realidad no es más grande que un nicho de cementerio. La ley de la oferta y la demanda o las fluctuaciones del mercado con las que nos han venido engañando para seguir pagando caro lo que debiera ser barato son falsas. Si antes se vivía en un ½ del piso hoy se vive en ¼ por el mismo valor, y un bidé es un lujo que no calza en las dimensiones de los departamentos que actualmente construyen, al menos no para los destinados a la clase media y las que siguen hacía abajo. Para quienes no podemos hacernos una casa desde los cimientos, debemos acomodarnos en lo que parece ser una dictadura arquitectónica. Estoy casi seguro que en un futuro arriendo encontraré el retrete dentro de la ducha sin que ello reduzca el costo de la mensualidad.    

         Desde que dejé mi casa (las razones no vienen al caso) he tenido que usar la ducha o el lavamanos para dejar limpia una zona del cuerpo que siempre debe estarlo. Escojo la ducha si esta tiene el cordón para separarla de la altura donde descansa y si la tina ofrece un espacio en el borde para apoyar la parte de atrás de los mulos, permitiéndome introducir lo suficiente el trasero para lavarlo sin tener que sacarme toda la ropa. Escojo el lavamanos si la ducha no puede separase de la pared. Sin embargo, prefiero el lavado con ducha ya que el del lavamanos exige cierta habilidad y contorsión para llegar hasta donde sale el agua.

         En esta ocasión el apuro por asentarme ocasionó que no me fijara en estos detalles. Una vez terminado el trámite del arriendo, me di cuenta que la ducha no se desmontaba de la pared y que el lavamanos presentaba una altura mayor en relación a mi cadera, a diferencia de los que conocía, característica que me obligaría a montarme en el borde para alcanzar el agua. Estaba realmente molesto conmigo mismo por no fijarme en los detalles que para mí tienen una importancia mayor a la del tamaño de la pieza o el living. Sin embargo, lo único que me quedaba por hacer era adaptarme durante lo que durara el contrato, de seguro en ese tiempo de a poco iría dominando la altura del lavamanos hasta convertirlo en uno de esos hábitos que terminan haciéndose de manera automática.

         Al principio lo usaba cargando mis piernas en el borde de la tasa del excusado para evitar que todo mi peso se concentrara en la base del lavamanos y en la unión que mantiene con el muro. Esta era una hazaña simple, aunque no dejaba de incomodarme el tener que ejecutar una serie de movimientos para hacer algo tan sencillo. También había ocasiones en que me montaba directamente al lavamanos, ejercicio que por su simpleza terminó ganándole al primero. Para ello debía pararme de puntillas, con los pantalones abajo, y una vez que mi cadera quedaba en mayor altura, cargaba la parte trasera del muslo derecho en el borde, de espalda a las perillas, para luego elevar la otra pierna y dejar el muslo izquierdo en la misma posición, quedándome el traste justo debajo de la caída del agua con las piernas colgando de las rodillas hacia abajo. Este sistema terminó por someter la altura del lavamanos a mi voluntad. Una vez eliminada esta molestia, la impresión que tenía del departamento mejoró graduablemente. No obstante la desgracia apareció unos meses después, justo cuando me había amoldado a todos los rincones del lugar. Noté que la base del lavamanos tenía un pequeño balance, moviéndose un poco cuando montaba el muslo derecho en ella, seguramente había sido yo el causante por tantos sube y baja de la plataforma, aunque el movimiento era tan mínimo que sólo en ciertas ocasionas lo notaba, por lo mismo dejé de darle importancia hasta que una tarde me vine abajo con toda la estructura mientras realizaba lo acostumbrado. Al montarme sentí que el costado derecho se inclinaba demasiado, intenté equilibrarlo cargándome hacia la izquierda pero en la cúspide de ese movimiento el peso terminó por romper las partes debilitadas. Antes de golpearme contra el suelo sentí el ruido de la losa quebrándose en el piso y, al caer, un dolor enorme me invadió el costado derecho del cuerpo cerca de las costillas impidiendo que me entrara el aire. El notorio color de la sangre no tardó en aparecer reptando por la cerámica blanca, dándome cuenta que la losa partida del lavamanos se me había incrustado cerca de esa zona. El dolor y la falta de oxígeno me hicieron saltar a la inconsciencia, como un interruptor eléctrico que corta todo producto de una sobrecarga.

         Cuando desperté estaba desorientado, al tratar de moverme un fuerte dolor me hizo recordar todo. Comprendí que al final la conciencia no es más que algo que se activa o desactiva según la intensidad del estímulo. Al menos la sangre parecía haber disminuido su cauce. Me subí el pantalón con dificultad y busque el celular en uno de los bolsillos, afortunadamente estaba en el izquierdo. Llamé a emergencias y luego de explicar todo y dar la dirección, me quedé como me había estampado la caída: de bruces, con la mejilla derecha apoyada en el piso ensangrentado del baño y una porción de la loza clavada en alguna parte de la caja torácica. El dolor se agudizaba demasiado cada vez que intentaba hacer algo, incluso cuando respiraba. Entendí, entonces, que no debía seguir moviéndome, después me dormí.  

         Un fuerte golpe en la puerta principal del departamento me abrió los ojos. Al rato, vi un par de zapatitos blancos deteniéndose frente a mí. Su dueña era una paramédico que con suavidad me ponía una mascarilla en la cara.

         - Es para adormecerlo y así no sienta dolor en el traslado. 

         Nuevamente el interruptor de la conciencia se oprimió. La parte del baño que percibía junto a los zapatitos blancos dejó de existir.

         Desperté en lo que debía ser la habitación de una clínica. Un médico me observaba desde lo tenue de una luz. Ya era de noche. Se acercó y me dio su informe

        - Dos costillas del lado derecho rotas y una fisura de 8 cm que requirió sutura interna... Tuvo suerte de no perforarse el hígado, de lo contrario la hemorragia lo habría liquidado – sentencio. 

        Luego preguntó cómo me había ocurrido. La historia pareció divertirlo o tal vez se burlaba, no logré comprender sus gestos. Antes de irse me dijo que si necesitaba ir al baño podía hacerlo por mis propios medios, pero que tuviera cuidado. Al retirarse, volví a tener conexión con todas las sensaciones del cuerpo, fuera del dolor, que ya era más tenue, una fuerte necesidad de orinar trascendía. Me levanté con dificultad moviendo las mangueras que desde un fierro metían el contenido del suero y los antibióticos por el brazo, y me dirigí al servicio. Al encender la luz lo primero que me salió a cuenta fue que en el baño del hospital tampoco existía un bidé para asearse.             

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