Autoruta
Ascendió la enorme cuesta que une las comunas de Iquique y Alto Hospicio. Solo recuerdos le estimulaban la cabeza mientras miraba hacia la ciudad desde aquel empinado mirador hecho para los autos. Recordó que cuando niño uno jugaba a distinguir cuál era su casa desde la altura de los cerros, pero ahora solo había edificios que facilitaban ubicar cualquier residencia: “yo vivo en el cuarto piso del edificio de color gris que está por ese lado…”, recreó el posible diálogo de los niños actuales, muy diferentes a los de su infancia cuando subían la cuesta y les tomaba un poco más de tiempo dar con la ubicación de sus casas desde una distancia libre de edificios.
La verdad es que Iquique no era ningún ejemplo. Torres colosales desintegraban la armonía que se había intentado establecer con los barrios del pasado, aunque para la gente tal acontecimiento era indicativo de progreso, incluso de orgullo. Lo único cierto era que muchas estrofas del himno iquiqueño estaban quedando obsoletas. De pronto sintió rabia de aquel fanatismo que sesgaba la verdad de las cosas; aquel chovinismo cuya máxima se leía en las paredes de los barrios: “ser chileno es un orgullo, pero ser iquiqueño es un privilegio.” Pensaba que la mayoría ni siquiera era capaz de darse cuenta que Iquique solo era una maqueta mal hecha y diseñada según el interés de los privados; una ciudad elevándose en desorden con muy poco interés en el bienestar de los mismos habitantes que la vanaglorian. Sin playas y la fachada turística que se intenta fingir recargando el borde costero, este lugar sería como otro campamento minero, adulador de comediantes sin gracia y de los desnudos llevados a una tarima. Qué importancia podría tener la cultura o cualquier infraestructura destinada a las artes, por ejemplo; la inversión es buena siempre y cuando siga perforando la tierra y mantenga a los obreros moviendo la cola. Mejor ni referirse a lo tocante con el medio ambiente, el gobierno aprobaría cualquier estudio de impacto ambiental aunque se arrojara ácido a los tamarugos o a los peces del mar si reportara buenas divisas. La contaminación y explotación del agua, junto a la destrucción de los salares, era la señal más clara. Las urbes del norte son campamentos improvisados tratando de ser ciudades. Salitreras neoliberales culturalmente despobladas. Las consecuencias saltan a la vista. El apodo de tierra de campeones era un eslogan adoptado de un pasado que se perdía.
Había una evidente odiosidad en su análisis, alentado, quizás, por algún estado depresivo, aunque tenía razón en muchos aspectos.
Pisó el acelerador del escarabajo y siguió subiendo, pensando. El Cerro Dragón apareció por la derecha del auto, brillando sobre la tosquedad de las construcciones: “quizás todo esto hubiera sido hermoso si el desierto nunca se hubiera intervenido… la duna hubiera caído al mar sin llevar nombre…” Levantó la botella que llevaba en el asiento del copiloto y dio un sorbo. Sus ideas fluían mejor en estados de intemperancia, al menos así lo creía. Le gustaba desplazarse en auto, aunque prefería ir de copiloto o acomodado en alguno de los asientos traseros; sentir la mente divagar con los ojos puestos en el paisaje sin la necesidad de ir atento a las eventualidades del tránsito, como viajar sentado sobre un bus hacia un lugar desconocido. Manejar, beber y observar era un ejercicio temerario, pero no le interesaba, así lo había dispuesto y su plan no requería de ningún tipo de compañía.
Disminuyó un poco la velocidad. La ruta A-16 era como el lomo plateado de una enorme serpiente dormida entre los cerros, como transitar por la Gran Muralla China. La fuerza centrífuga lo inclinaba hacia ambos lados del auto en cada curva. Todo era un mecanismo ideal fluyendo sobre el asfalto. Los choferes se coordinaban para no incrustarse con el vehículo de enfrente, disminuyendo o aumentado la velocidad según el ritmo impuesto por el de adelante y, de este modo, hasta el último de la fila, tan atrás como el que recién sale de su casa y se integra al flujo, avanzando y avanzando en una compleja interacción que ha ocurrido desde la industrialización del mundo.
El cóndor que sobrevuela Hospicio apareció finalmente, flameando en la enorme bandera colocada antes de entrar en la imponente curva que esconde la primera fachada de la comuna y que se abre paso a través de las vertiginosas paredes que quedaron de un cerro que hicieron añicos.
Cuando entró en la curva el sol ya brillaba sobre el océano, a unos cuantos kilómetros de distancia antes del próximo atardecer que se proyectaría en la lejanía.
Tomó la botella y dio otro sorbo. Casi todas las casas de Alto Hospicio colindan con el eriazo, hacia la pampa. La comuna era un fiel reflejo de como las tomas pueden ir armando ciudades. Bien lo recordaba: desde su infancia hasta ahora, Alto Hospicio se fue haciendo desde el acopio, anónima y despreciada, hasta colonizar el desierto que Iquique había convertido en un basurero. Delante de sus ojos Alto Hospicio intentaba resplandecer bajo el polvo de la pampa, tal era su mérito.
Salió de la ruta concesionada y se fue sorteando calles, poniendo la boca en el gollete. Su orientación lo llevó prontamente hacia la placita que buscaba, cercana al pasaje San Francisco, lugar donde vivió algunos años. Tiempo atrás se había prometido que así lo haría cuando todo desbarrancara de sus manos y, al parecer, eso ya había ocurrido.
Bajó del auto y se fue a sentar en uno de los pocos bancos de la precaria placita que subsistía en una esquina, bajo la sombra de ningún árbol. Frente a él se posesionaba el mellado asfalto de avenida Los Aromos y, más allá, los cerros perdiéndose en la inmensidad de la pampa. En ese contexto bebió y brindó sin tener a nadie al frente, como un embrutecido, sabiendo muy bien que a esas alturas el alcohol no haría más que intensificar sus recuerdos. “No se esfuercen mucho en germinar pequeñas plantas de Hospicio, el sol las terminará secando.” Penosas imágenes se formaban en su mente. El optimismo también puede consumirse cuando se descubre que en mitad de una vida nada se ha logrado y que los múltiples intentos solo sirvieron para aumentar la lista de fracasos. Sobre estos asuntos quién podría cuestionar la decisión de un hombre, sin importar que existan magníficos ejemplos de otros que lo siguieron intentando. Por otra parte, ninguna persona en ningún rincón del mundo lo esperaba y eso lo liberaba o, quizás, le otorgaba mayor solidez a sus fundamentos. Cuestiones sobre las que seguramente no hubiera querido referirse, pero que son transversales a los padecimientos de la sociedad entera: amor, trabajo, salud, dinero; lo suyo era una mezcla de cada uno de estos componentes.
Los cerros frente a él se tornaban rojos, el día comenzaba a morirse. Algunas micros circulaban aturdiendo el paisaje por algunos segundos. Los gorriones daban sus últimos piquetes en el suelo. Era hora de ponerse en marcha, aunque no tuviera ningún itinerario que lo apresurara. Sin embargo, una silueta que vio acercándose lo devolvió a su sitio. Un mendigo se dirigía hacia él extendiendo una de sus manos: larga la barba, el pelo aún más crecido. Sus ojos brillaban como dos estrellas en el centro de una cara llena de mugre. “Qué buen betún es el que usa”, pensó alegrándose un poco.
- ¿Algún aporte voluntarioso?
- ¡No! – le respondió, ofreciéndole la botella.
- ¿Qué celebramos?
- La derrota – le dijo secamente.
- No pierda su fe compañero, el futuro siempre nos esconde cosas buenas… solo míreme a mí – le dijo dándose una vuelta – yo soy un ejemplo.
No supo si bromeaba o hablaba en serio. Cuando le devolvió la botella estuvo a punto de pasar la manga de su chaleco por el gollete, pero luego se dio cuenta que tal acción no era necesaria. Alzó la vista y vio la triste figura del mendigo yéndose por una esquina, pero no vio degradación en su aspecto, si no el disfraz que decide usar un hombre cuando por opción personal se desvincula del sistema. Él también empezaba a usar uno y sintió una enorme afinidad con el mendigo que, finalmente, había desaparecido. Dudo por algunos segundos de seguir adelante con el plan que había trazado, pero no lo bastante.
Entró al auto y volvió a internarse en la concesionada. Aquella luz tan frágil y que permanece cuando el sol se ha retirado, llenaba de tranquilidad las colinas de la depresión intermedia. Aún le quedaba media botella. Visualizó una animita a un costado del camino y de inmediato supo que él jamás llegaría a tener ese reconocimiento. Había que ser carismático o al menos muy querido dentro de un grupo de personas para merecer esa especie de monumento clandestino perpetuado en el desierto.
Los camiones que pasaban a su lado rugían con sus tolvas a cuestas y aquellos que conducían autos del año tenían la oportunidad de hundir el acelerador hasta desaparecer en la lejanía de aquella ruta que se deshacía como un espejismo. Esta vez imaginó que circulaba por aquellas extensas y aisladas carreteras que había visto en las películas gringas, apenas visibles entre desiertos abísmales y sintió nostalgia de no haber tenido la oportunidad de recorrer California arriba de un motor home o haber acampado cerca de un río en algún bosque al sur de Chile.
Se alegró de no encontrarse con ningún carabinero cuando llegó al peaje, no tenía contemplado detenerse en algún control rutinario y si todo debía terminar en una persecución que levantara una nube de chusca, así sería. Luego de pagar, la barrera se abrió y siguió su camino. Antes de que la oscuridad se hiciera plena, alcanzó a distinguir la enorme chimenea de Santa Laura, alta como un cohete a punto de ser lanzado a las estrellas. Más de un siglo contempla la enhiesta figura forjada en el desierto, obelisco de la pampa. El caserío de Humberstone se dibujaba por la izquierda, casi a punto de ser tragado por los cerros. “El desierto, con el paso del tiempo, termina por integrar cualquier estructura a su anatomía”, reflexionaba.
La botella volvió a inclinarse arriba de su boca. Tuvo una imagen de sí mismo caminando por los barrios de su infancia: los aromos de la cuadra, la casa de sus padres con aquel olor a ponche anunciando la época navideña. Gratos recuerdos de veranos ya extintos...
De pronto las luces del auto reflejaron las letras de una señal que lo devolvió al presente: “¿hacia Huara o Pozo Almonte?”, meditó un momento evaluando los próximos desvíos mientras la flecha del tacómetro caía en el tablero. La carretera que iba de mar a cordillera cambiaba el curso de norte a sur, es decir, hacia lo largo de Chile. El tramo hacia Huara era mayor que el de Pozo y esa extensión se ajustaba mejor a sus propósitos. Nuevamente aumentaron las revoluciones del escarabajo y desvió hacia el norte, internándose en la Panamericana.
La cordillera, que esta vez iba a su derecha, comenzaba a teñirse con el resplandor de una luna todavía no visible. Recordó una leyenda muy común entre los camioneros acerca de una mujer de blanco que solía pedir aventones por esta zona. Una novia que hace mucho había muerto trágicamente en una de las salitreras y que ahora salía a caminar lejos del cementerio donde había sido sepultada. La noche era propicia para una aparición de este tipo y bromeó pensado que si la veía deambular por el borde de la carretera, se detendría y le ofrecería un trago. Antes este tipo de historias solía erizarle los pelos de la nuca, pero ahora ni la profunda oscuridad que lo encerraba fuera del auto lograba conmoverlo.
La botella de la que bebía lentamente seguía bajando. El largo y monótono trecho comenzaba a darle somnolencia, su ebriedad también influía.
Un enorme camión lo devolvió a la vigilia, manifestándose con el potente sonido de su bocina cuando pasó a gran velocidad por el carril de al lado. Se fijó en el tablero y vio que el dibujo de las luces altas estaba encendido. “Lo siento compañero, pero me pilló volando bajo...” Tomó la botella y volvió a empinarla.
La luna ya lucía su inmensa redondez sobre la cordillera, alumbrando sutilmente la forma de los cerros. Miró por la ventanilla y quiso hacer un alto. Salió del camino y bajó del auto con la botella. Muy cerca las cruces de un olvidado cementerio pampino le hacían compañía. La tenue claridad de la noche devolvía al desierto el aspecto geológico que debió tener en épocas remotas. Su auto era una nave espacial que exploraba la superficie de un planeta desconocido.
Estando de pie dio un último trago y enterró la botella: “mi propia animita”, pensó, y regresó a la nave.
Otra vez circulaba por la autopista. Pensaba en el tedio que Iquique le había producido. Tantos años recorriendo los mismos lugares lo habían vuelto insoportable, pero, a pesar de todo, quería aquella ciudad que contenía toda su vida: sus penas y alegrías, sus fracasos, que se acentuaron hasta un estado calamitoso sin poder entender las razones. Es una pena que muchas veces uno deba morir en la misma ciudad que lo vio nacer, con tan escaso desarrollo alrededor de un mundo lleno de posibilidades, pero tan inaccesible. A eso se reducía todo: a rebotar entre las mismas personas y los mismos lugares buscándole el sentido a la vida entre las paredes de una oficina y la rigidez de un horario, un sistema al que jamás lograría acoplarse.
Apagó las luces del auto y siguió manejando bajo el suave resplandor de la luna, buscando la claridad de alguna luz artificial en la oscura garganta de la carretera.
Nadie sabe cuáles pueden ser los últimos pensamientos que circulan por la mente de un hombre cuando el fin es inevitable. Él solo deseaba que las próximas luces que viera acercándose por la ruta fueran las de un camión enorme. Nada más se paseaba por su mente.
Pensó en lo que dirían los titulares del diario al día siguiente, acostumbrados a exhibir desastres, pero incapaces de explicar las razones que los provocaron. “El secreto se va con los muertos.”
La claridad de una luz se aproximaba.
Aumentó la velocidad del vehículo y tuvo nervios: “¡Por Dios que hay que ser corajudo!” Las luces estaban cada vez más cerca, el encuentro era inminente. “Diez metros, cinco…” y giró el manubrio hacia su izquierda...
“El filtro de algunos lentes produce sombras de colores…” fue lo último que alcanzó a decir su mente. No hubo ninguna frase sublime ni el recuerdo de alguna persona. Lo demás fue un espantoso estruendo que se comió la pampa.