Cementerio de autos
Cuando llegué al tiradero de vehículos un fuerte olor a óxido y aceite quemado se esparcía en la enormidad del llamo. El hedor de la herrumbre liberado hacia la ventisca, asediaba como la fetidez de la muerte alrededor de una pila de cadáveres dejados sobre la tierra.
El recinto pertenecía al municipio de Iquique y se encontraba a los pies de uno de los altos cerros del cordón montañoso que se extiende a lo largo de la costa. Hacia el oeste, podía distinguirse la carretera como una pálida línea en la inmensidad del desierto y, más allá, el azul raso del océano. Fuera del flujo de autos que en la distancia se apreciaban circulando por esta ruta y que les confeccionaba una diminuta forma reluciente, en el resto del lugar nada más parecía moverse.
El patio de autos debía poseer cerca de tres hectáreas y salvo por el enorme muro de concreto elevado para hacer la entrada principal, el resto del cierre se había confeccionado aprovechando la chatarra y los autos desmantelados que seguramente fueron apilando hasta crear el inestable cercado de varios metros de altura que resguardaba el interior.
...Un esporádico siseo del viento al chocar y colarse por las aberturas que dejaba la forma irregular de los vehículos amontonados era todo lo que podía escucharse...
A este sitio viene a llegar una aburrida tarde de domingo en que decidí alejarme con el auto hacia el sur de la ciudad. Me acompañaba mi perrita, una Cocker rubia y corpulenta de orejas crespas, que a ratos se alejaba de mi lado investigando por su cuenta la periferia del recinto, llevada por la curiosidad del olfato hacia pequeñas aberturas por las que yo no hubiera cabido.
Tenía la intención de encontrar algun pasadizo entre los vehículos apiñados para llegar al interior del lugar y observar el panorama que pudiera ofrecer desde adentro, aunque mi idea quedó repentinamente desplazada cuando noté que mi compañera tardó más de lo habitual en salir de uno de los agujeros por donde la vi desaparecer de pronto.
Regresé a buscarla en la cavidad donde la creí extraviada, la llamé silbando y pronunciando su nombre, sintiéndola caminar agitada por zonas donde el acopio de autos era tan denso que no lograba verse nada más que los chasis y las carrocerías carcomidas plegándose por cientos. Temía que la perra hubiera extraviado el rastro producto del fuerte olor del aceite quemado.
...Un eco de mi voz rebotando por la concavidad de las latas era la única respuesta que sentía después de reiterados avisos...
Tarde fue la hora en que logré advertir los riesgos de mi descuido.
La sombra que creaba el muro de autos sobre el espacio en que estaba y el efecto del viento circulando por las canaletas improvisadas de helada hojalatería me hizo sentir frío en un lugar donde las brazas del sol sancochan la tierra. Decidí, entonces, retroceder para salir del agujero y buscar en otra parte. Fuera del muro me fue grato volver a sentir el sol en la cara y en la piel helada de los brazos.
Reanudé la marcha gritando su nombre, quebrando el mutismo de la zona y buscando algún agujero por donde pudiera introducirme para darle alcance. Temía que su collar la hubiera atorado en algún fierro al interior de los recovecos.
Volví a recorrer la extensa pared por donde habíamos llegado, llamándola por cada agujero que me permitía pasar por entero o por aquellos donde debía acuclillarme para ir más adentro. Al llegar al final del muro di la vuelta y contemplé la parte trasera del cierre de autos aglutinándose en hilera por la pendiente achatada del cerro.
...Una línea de cromo oxidado resplandecía en el calor de la tarde...
Descendí siguiendo el borde por aquella parte del cerco, a través de montículos de arena que trancaban el paso en cada metro. Grité otra vez su nombre sólo para sentir como mi voz se deshacía en la inmensidad sin generar ninguna respuesta. El viento granallando el borde oxidado de los autos y haciendo el sonido como en lo hondo de un cántaro era todo lo que podía escucharse.
El cuero oscuro de mis zapatos se hacía blanco en los chuscales. El cuello y la cara me ardían. Dos horas bastaron para sentir como el desierto empezaba a evaporarme.
Me arrimé a la delgada sombra que alcanzaban a proyectar los cadáveres de los autos apilados y antes de rendirme y regresar dándola por perdida, sentí sus ladridos salir desde dentro del muro, ahogado por toneladas de fierro oxidado.
Me levanté del polvo y corrí pared abajo, hacia uno de los agujeros por donde creí haber escuchado sus ladridos. Volví a llamarla pero no hubo respuesta. Al examinar la abertura noté que era lo bastante espaciosa como para adentrarme y explorarla sin complicaciones. Volví a sentir lo helado del aire y de los fierros a la sombra erizándome la piel de los brazos.
Me abrí paso varios metros entre ásperas osamentas de latón que daban forma a la cavidad que se había formado en aquella parte de la barrera, hasta llegar a una zona que claramente se había desmoronado, quedando de base un único vehículo que hacía de soporte y evitaba que los de más arriba se vinieran abajo. Mirando a través de una de sus ventanillas pude distinguir que después de esta obstrucción la cavidad volvía a abrirse. Sin embargo, el peso de los autos distribuido al azar por la caída, había desfigurado las puertas, el marco de las ventanas y el techo, compactando groseramente el interior del vehículo.
Metí primero la cabeza por la ventanilla aplastada del piloto y luego el resto del cuerpo, arrastrándome con dificultad por los asientos delanteros y el techo comprimido para alcanzar la ventana del copiloto, salir por allí y continuar indagando.
Con la mitad del cuerpo ya asomado del otro lado sentí, al mover la pierna derecha, que el zapato había quedado encajado en alguna parte del asiento del chofer y la palanca del freno de manos. Pese a forcejear con energía para sacar el pie del calzado y desprender la pierna, comprendí que el esfuerzo era en vano. La estrechez del espacio tampoco me permitía meter un brazo para desatar los cordones de la bota y facilitar la salida de la pierna. La frustración y lo desesperante del caso me hizo tener un fuerte acceso de ira, convulsionando todo el cuerpo con violencia durante varios segundos y de manera intermitente, lo que ocasionó repentinas sacudidas en el viejo vehículo como las que debió tener en otro tiempo.
Al volver en razón me di cuenta que el peso de los demás autos por encima del techo había cedido producto del movimiento, compactando aún más el interior y dejándome ambas piernas aplastadas y en absoluta inmovilidad. Un espanto que desconocía me golpeó nublándolo todo, cuando me di cuenta que la chatarra devoraba parte de mis extremidades dejando una porción fuera de sus fauces.
En medio de la pesadilla creí reconocer los ladridos de un perro por fuera del muro y en un momento de extraño delirio tuve la convicción de ir manejando uno de los autos que pasaban por la ruta de más abajo, resplandeciendo sobre la pálida línea que había visto extenderse cerca de la costa.