Ema
Sabía muy bien que no debía dejar sola a la niña y a Clara cuando salía con Manuel fuera de casa, pero él insistía: nada pasará en tan poco rato, le decía clavándole sus ojos dominantes, pero Ema desconfiaba, muy dentro suyo sabía que era peligroso dejar todo al azar si la niña despertaba o Clara entraba en la pieza donde dormía. Lo único que deseaba cuando estaba fuera con Manuel era regresar pronto a la casa para cerciorarse que la niña estaba bien en el cuarto y que su madre rondaba por algún lugar de la casa sin haber fabricado algún desastre.
Durante la semana Ema no se apartaba de su hija, velando por sus cuidados y los de Clara, aunque ello le había significado perder su independencia y la vida que tanto le había costado desarrollar fuera de casa. Afortunadamente Manuel era buen proveedor y no dejaba de esforzase para que tuviera todas aquellas cosas que tanto le gustaban y que conseguía por sus propios medios antes de abandonar su trabajo. Pero eso a Ema ya no le importaba, la niña resumía todas las preocupaciones de su vida y Clara la mantenía encendida como un faro desde que su comportamiento perdiera toda lógica. Manuel no lo sabía, pero Ema ocultaba las rondas nocturnas de su madre que muchas veces terminaban en la pieza de la niña cuando encendía la luz y la sorprendía sosteniéndola en los brazos o haciendo otras cosas que le erizaban los pelos de la nuca.
Su madre siempre había sido cariñosa y buena persona, y no dejó nunca de ayudarle en las tareas domésticas y ser su apoyo cuando la relación con Manuel declinaba. Sin embargo, desde la muerte de su esposo su salud mental decayó irremediablemente y Ema decidió que lo mejor sería que viviera con ellos. Manuel no se opuso y pensó que no era mala idea sobre todo ahora que Ema estaba próxima a ser madre y él pasaba tan poco en la casa.
En un inicio la madre de Ema fue de gran ayuda, dejando para sí el trabajo más pesado de la casa, aunque tendía a cambiar las cosas de lugar y olvidar donde las había dejado, perdiendo artículos importantes que debían comprarse nuevamente. Confundía, además, el nombre de Manuel con el de su difunto marido y aunque en un inicio todo era divertido para la pareja, de a poco fue tornándose en una molestia silenciosa, como si Clara hiciera todo para crear tensión en la convivencia.
El día que nació la niña, Clara ni siquiera se levantó del sillón cuando Manuel pasó a buscarla para llevarla a la clínica. Estaba abstraída y con la mirada puesta en un punto fijo del living pese a la insistencia de sus llamados. Cuando Manuel se acercó para tocarle el hombro notó, sin dejar de sentir espanto, que la señora estaba rígida como un trozo de madera. Ema, al verlo entrar al cuarto de la clínica sin su madre, tuvo una extraña corazonada que se acrecentó cuando le contó lo sucedido. Su madre no estaba tan vieja como para comportarse de esa forma y sus temores aumentaron sin permitirle gozar plenamente de su hija recién nacida.
Pasaron dos años desde el nacimiento de la niña; dos años que fueron extenuantes para Ema, debiendo turnar los cuidados entre su hija y Clara, que empeoraba como un día de invierno, adicionando el trabajo extra que significaba ocultarle a Manuel los desastres que su madre ocasionaba para evitarse discusiones. Su esposo ya no escondía su enfado cada vez que Clara abría la puerta de su pieza buscando a su marido mientras él se cambiaba, o cuando descubría la ropa del closet desordenada y los objetos del baño colocados en otros lugares, siendo Ema el blanco de sus desquites al no advertir que su madre había ocasionado algún desmán en la pieza para corregirlo antes de que él llegara.
Clara tenía chispazos de lucidez donde parecía volver a la realidad: tomaba a la niña, cambiaba sus pañales y ayudaba a su hija en todo lo que podía como solía hacerlo cuando su juicio no estaba alterado. Ema la miraba con extrañeza y los diálogos que cruzaba con ella cuando estos cambios sucedían le hicieron saber que Clara no tenía consciencia de su estado. En un minuto podía estar jugando con la niña hasta que, de súbito, volvía a evadirse, dejándola sola y descuidando, incluso, sus llantos. Ema no dejaba de seguirla para evitar algún accidente cuando perdía la noción de las cosas, aunque se le hacía imposible ir tras ella cada vez que desaparecía de su lado. En una ocasión se fue con la niña en brazos y la dejó dentro del lavaplatos, junto a los cuchillos y demás utensilios de la cocina que hacía unos minutos fregaba con ahínco. Ema lo supo al escuchar el tono risueño de la niña y correr a la cocina para descubrir, horrorizada, que se entretenía blandiendo uno de los cuchillos con sus manos diminutas. Cuando buscó a su madre para reprimirla, la encontró sentada en el borde de su cama con la mirada fija en una de las murallas, replicando la actitud que Manuel le había contado en la clínica cuando su hija había llegado al mundo, pero lo que más preocupaba a Ema era que desde hacía muy poco Clara estaba tomando la costumbre de visitar la pieza de la niña, la mayoría de la veces sólo para quedarse sentada en el único sillón que había, aunque también, y en una conducta que se hacía reiterativa, para alzarla y de a poco trasladarla a otros sectores de la casa. Ema lo descubrió una noche mientras Manuel dormía. Sintió unos ruidos en la pieza contigua donde dormía la niña y al encender la luz vio impactada la imagen inmóvil de su madre sosteniendo a su hija. Cuando la apartó de sus brazos y le preguntó con la voz elevaba qué se proponía, no vio la más mínima reacción en Clara, debiendo llevarla hasta su pieza para volver a acostarla sin que se inmutara en el trayecto o preguntara que había sucedido. Ya ni siquiera tenía la seguridad de que su madre cerrara los ojos cuando apagaba la luz del cuarto.
Ema le ocultaba todos los detalles a Manuel, temerosa de que tomara alguna decisión que pudiera alejarla de su madre, cubriendo cualquier bache que quedara esparcido por la casa para que él no sospechara de nada y le hiciera creer que su estado no era tan serio como para internarla o mandarla a un asilo. Manuel estaba convencido que lo de Clara se trataba de un Alzheimer incipiente, y eso a Ema le servía para que aceptara las peculiaridades de su madre sin llevarlo a intuir que otra afección era lo que en realidad parecía vivir dentro de ella; pero el Alzheimer jamás producía estados parecidos a los catatónicos y Ema supo de ello después de buscar en internet el posible mal que afectaba a Clara, aunque no lograba averiguar qué enfermedad era la que podría estar causando tal aberración en su comportamiento. Descartaba de raíz la visita con algún especialista por cuanto podría recomendar a Manuel que lo mejor sería internarla por la gravedad de su estado. Sin embargo, Ema no sabía cómo eludir las veces que Manuel la invitaba a salir fuera de casa, debiendo ceder en ocasiones para concordar con el ambiente de tranquilidad que ella misma le había hecho creer que existía en la casa. Su secreto la tenía prisionera y la angustia en torno a alguna desgracia se cernía sobre ella como un buitre cada vez que dejaba la casa, pero debía simular todo delante de su marido para no alterar la delicada armonía que había logrado mantener durante tanto tiempo. Al regresar, le costaba una enormidad contenerse para no salir corriendo del auto y abrir la puerta de la casa, acosada por imágenes pavorosas que se deshacían al darse cuenta que todo estaba en orden y que la niña dormía plácidamente en la cuna. Qué alivio Ema te proporcionaba ver a tu hija dentro de su pieza y no en los brazos inertes de tu madre o perdida en algún lugar de la casa que podría ser un peligro para su vida apenas iniciada. Pero los riesgos aguardan en todas partes, en un descuido o asomados a la ventana para caer encima, y Clara era el peor de todos, aunque no podías empuñar la mano contra tu madre para deshacerte de ella sin cuidarla o protegerla hasta que la vida, o más bien la muerte, se encargara de hacer el resto, pero sabías muy bien que para que ello ocurriera faltaba mucho tiempo y por tanto tendrías que aguantar hasta que tus nervios se quebraran.
Primero vino el insomnio, después las ojeras y el mal genio que se manifestaba en todo lo que hacía, pero contratar una persona para que la ayudara en sus tareas sólo serviría para boicotear su secreto. Clara deambulaba ya sin horas, como los fantasmas de una casa muy antigua que aparecen o se detienen por todas partes y que ella debía custodiar para que Manuel no se enterara. Ema había perdido toda delicadeza con su hija y sus llantos la irritaban como nunca. Manuel iba y venía del trabajo, cenaba y dormía ya sin decir una palabra para no crispar todavía más los nervios de Ema, suponiendo que su genio era algo pasajero y se debía al nuevo rol que experimentaba como madre. Los estados de lucidez de Clara cada vez eran más cortos, hablando con completa normalidad para luego callarse y pasar a la fase catatónica. Caminaba de igual manera, con un ritmo fluido y una detención repentina, teniendo la maldita costumbre de encaminarse al cuarto de la niña la mayoría de las veces. Ema procuraba acostarla antes de que Manuel llegara, pero era cada vez más difícil, Clara insistía en salir de la pieza llevada, seguramente, por un sano estado de conciencia que la impulsaba a ver a su nieta o ayudar a su hija en las labores de casa. Había perdido, incluso, la capacidad de ir al baño cuando la fase catatónica la absorbía, debiendo Ema limpiar sus deposiciones esparcidas por la cerámica de la casa. Las quejas de Manuel por el mal olor que empezaba a tener el ambiente se hacían reiterativas y a Ema sólo se le ocurría decir que se trataba de la niña y su maravillosa capacidad digestiva. Los domingos eran los días más complicados ya que Manuel no trabajaba y debía encerrar a su madre dentro de la pieza el mayor tiempo que fuera posible, además de acompañarlo al supermercado como dictaba su costumbre. Dios podía descansar el séptimo día, pero Ema no tenía tregua.
… Pero ese domingo algo descubriste que te puso tan nerviosa mientras Manuel te llevaba al supermercado. Una duda que comenzó a parecerte una certeza y alteró las pulsaciones de tu cuerpo… El seguro de la puerta Ema, al parecer olvidaste meter llave al cuarto de Clara antes de salir y es muy posible que esté ahora caminando con esa manera tan aterradora que tiene de andar por la casa; rondando por los pasillos y deslizándose, tal vez, a la pieza de la niña para tomarla en brazos y dejarla olvidada en algún lugar peor al lavaplatos o derramarle el agua hirviendo del termo como aquella vez que la descuidaste por algunos minutos...
… Quisiste lanzarte sobre el volante y girarlo en ciento ochenta grados para regresar a casa y solucionar todo, pero una locura así no era posible, Manuel sospecharía y tu madre terminaría internada en un asilo que la consumiría hasta su muerte... Calma Ema, respira hondo y deshazte de la culpa, también es posible que al regresar todo este normal como otras veces y la niña siga durmiendo sin enterarse de lo que pasa en el mundo, todo lo que imaginas son suposiciones que no sirven de nada, bien sabes que es imposible conocer lo que realmente podría estar pasando en un momento determinado, así que será mejor que te relajes y no pienses en nada, disfruta del paseo y de la compañía de tu esposo.
… Pero algo volviste a presentir mientras recorrías nerviosa el pasillo del supermercado rodeada de comida envasada sin atender los comentarios de tu marido... Paciencia, ya falta poco para irse, aunque la fila para pagar las compras avanza con lentitud y tardarás un poco más de lo previsto para subirte al auto y regresar a casa. Qué ganas de gritarle a toda esa gente que se hagan a un lado o decirle a la cajera que mueva más rápido las manos, todo el mundo parece andar con una enorme torpeza encima, justo ahora que tienes prisa y necesitas resolver de inmediato lo que pueda estar pasando en casa.
… Apúrate Manuel, por lo que más quieras, hunde el acelerador del auto y déjate de hablar de lo lindo que esta el día y de lo bueno que es salir juntos... Tres semáforos más y llegaremos, el primero tenía que estar en rojo... Cuántas barreras pueden llegar a interponerse en un maldito día domingo…
… Al fin llegaste Ema, las llaves de casa hace rato están en tus manos... Ahora simula tranquilidad como lo haz venido haciendo durante el trayecto y abre de una vez la puerta principal para despejar ese mal augurio que te trae como una desquiciada...
… Ya estas dentro Ema, corre ahora a la pieza de la niña aprovechando que Manuel sigue en la calle preocupado de sacar las mercaderías del auto sin saber nada de lo que pasa, después tendrás tiempo de reparar los desmanes de Clara... Pero algo extraño percibes en el ambiente de la casa, algo que no podrías definir, o que no quisieras, y que se propaga en forma de gotas color escarlata por el pasillo… Un rastro Ema, salpicaduras rojas sobre el azul oscuro de la cerámica avanzando por el suelo hasta terminar en el filo de un cuchillo que tu madre sostiene en una de sus manos.