El habitante de Etemenanki

            No recuerdo cuántas centurias cuento en este sitio, tampoco sé cómo lucirá mi apariencia actualmente. Hace mucho que todos los espejos se quebraron llevándose el reflejo de las imágenes, sin embargo, mi piel evidencia lividez en el tono y escases de arrugas en las comisuras a pesar de los años que me asedian. Aunque me esfuerce tratando de recordar mi historia, la memoria sólo es capaz de recrearme el camino entre pasillos incontables en cuyo claustro se ha desvanecido el recuerdo de mi pasado. La casa donde estoy (si acaso es eso) tiene la dimensión de un gigantesco atalaya, aunque su tamaño y los interminables corredores que la cruzan me imposibilita saber la cantidad de pisos y habitaciones que pueda tener. Mi vida se limita a transitar por galerías infinitas donde muchas veces me pierdo o me sorprende la noche en un recorrido que parte del alba. En ocasiones me he visto obligado a dormir en alguna de las habitaciones que van intercalándose a lo largo de los diferentes corredores del atalaya. Su fisonomía es tan idéntica que suelo olvidar la ruta que conecta con la recámara que uso de alcoba. Todos ellos, a menos que se me hayan repetido, son redondos y de piedra, fríos como el peor de los inviernos, cuyo único confort está en la suavidad de una piel que los cubre en el piso. Las habitaciones no son muy disímiles a la estética de los pasadizos y una antorcha anuncia su entrada por la penumbra de los corredores. Desconozco el misterio que las ha mantenido encendidas durante tantos años.

            La inmensidad del lugar me ha generado un pánico obsesivo con la muerte. Hay veces que no salgo de mi alcoba por miedo a morir de inanición en lo insondable de los pasadizos. 

            Mi recámara es de piedra y de gran tamaño, aunque sus ventanas están obstruidas como todas las que he podido distinguir en el edificio. Otras dos habitaciones que uso son el comedor, cuyos alimentos, pocos en estado comestible, se almacenan en algo superior a diez bodegas, y una recámara sin la cubierta, erigida en lo alto, de tan sólo tres muros derrumbados y uno ausente. Por el que falta, consigo observar un bosque atrapado en la bruma donde a veces veo el sol en una lejanía cercana a tres días. Al no contar con un techo, la lluvia lo inunda a diario decantando como una cascada hacia el abismo del paisaje. Este lugar es el único sitio que me permite tener contacto con lo externo y advertir que mi casa es un atalaya de contornos circulares. 

             Aunque he recorrido la “casa” durante lo que pueden ser siglos, nunca he podido encontrar una salida. Habito en la inmensidad de una sombra donde parece estar siempre golpeando la lluvia. 

             Si alguien más vive aquí lo desconozco, aunque una anomalía reciente en las antorchas de los pasillos me hace intuir que alguien las manipula. Durante años nunca vi una sola variación en la intensidad de las llamaradas y ahora parecen aumentar o disminuir como si tuvieran voluntad propia. De igual modo, algunas se apagan para volver a encenderse en algún punto del día o la noche sin una razón aparante. Esta ha sido la única alteración que he visto en la monotonía de los siglos. No tengo antecedentes para dar cuenta de otras personas deambulando por los intrincados callejones, pero si alguien más vive aquí debe haber llegado hace poco a esta parte de la casa. Su merodear es otra seña, creando un rumor que se expande en los túneles cercanos a mi recámara. De ser otro habitante debería salir a buscar como la moral insinúa e indicarle cómo desplazarse por esta parte del atalaya y averiguar su procedencia, pero el temor se ha hecho fuerte con el paso del tiempo y me restringe en casi todo, haciéndome dudar de sus intenciones. La soledad en los siglos es la barrera que no deja de imponerse.

          En una decisión que me lleva días, opto finalmente por abrir el inmenso cerrojo de la puerta, su chirrido inunda el pasillo hasta perderse, después otra vez el silencio. Frente a mí la garganta insondable de la galería por la que siempre transito, pero ninguna persona, todo normal a excepción de la última antorcha, antes de la curva, que parece brillar con más fuerza que el resto. Camino hacia ella a una distancia de quinientos pasos. Por la galería, como en todas, el protagonismo de la luz y de la sombra va debatiendo según mi paso por las antorchas y los tramos del pasillo que quedan en la penumbra.  Llegó a la lumbre que destaca, nada varia, aunque al mirar por la curva que me lleva al siguiente pasillo observo el mismo efecto: la siguiente antorcha que reverbera con mayor intensidad se encuentra a mil pasos. Al llegar veo que el resto que continúa a lo largo de ese pasillo están apagadas. La que aún brilla está sobre una habitación por la que nunca he penetrado. Asomo la cabeza y me sorprendo al descubrir que se trata de una nueva galería, superior en distancia a las dos anteriores donde otra antorcha destaca en la lejanía. Dudo un rato, luego me aventuro, cuento los pasos: dos mil y aún no me acerco. En el andar la totalidad de las antorchas se apagan, quedo en la penumbra del pasillo, el corazón me golpea incesante el interior del pecho como hace mucho no sentía. Roto mi cuerpo innumerables veces sin distinguir ninguna claridad que me oriente, de pronto un tímido halo de luz asoma por la oscuridad de otra galería, corro hacia ella, entro y sólo veo el fuego de una tea esclarecer la oscuridad del largo pasillo sobre la entrada de otro cuarto. Me interno en él, aunque en el corto andar una sensación de vacía ubicuidad me desprende de todo. La habitación no es más que un enorme agujero. 

          Caigo como se cae en el abismo interminable de un sueño. En el desplome percibo una descomunal galería que va en espiral por el contorno circular del "atalaya". Las antorchas dan cuenta de su forma. Mi descenso ocurre justo por el centro de esa monumental voluta que se ensancha a medida que caigo. La velocidad que alcanzo me es indecible. Sólo pienso que pronto acabará todo, un simple impulso fue capaz de eliminar todas las precauciones que establecí a lo largo del tiempo. Luego un golpe me azota sin anticiparlo; el fin de la caída se manifiesta.

         Despierto en lo que parece ser el centro de una circunferencia enorme. Ventanas de forma ovalada dispuestas en hilera por la circularidad del muro me asedian por cientos. Un tenue halo de luz que entra por cada una de ellas cae con precisión geométrica en el centro de la torre otorgándole una suave claridad a la formidable estructura. Adolorido me levanto justo en medio de esa aureola. Me desplazo al muro, camino siguiendo el contorno circular hasta que es interrumpido por una abertura colosal que parece ser la entrada principal del atalaya. Miro hacia arriba y contemplo, desde su base, la imponente galería en espiral que desaparece por donde debí haber caído. El misterio en el brillo de las antorchas es el milagro que me mantiene con vida. Atravieso el gigantesco umbral por el que deben haber transitado generaciones humanas en épocas de glorioso esplendor. Salgo a lo externo, de cara me encuentro con el bosque en la penumbra que resulta ser una antigua ciudad arruinada. Siento la lluvia incesante golpear el suelo y los muros, huelo la humedad de la tierra, todo me es ajeno. Volteo para contemplar lo que fue mi “casa” durante siglos. Veo maravillado las ruinas gigantescas de una torre cuya forma es la de un cono invertido; la punta se proyecta hacia el cielo. Consigo ver la alcoba de tres muros en la cúspide que me servía para observar el exterior donde ahora me encuentro y comienzo a recordar, en un idioma que fue el universal, la historia olvidada durante los siglos dentro de la torre desolada.

 

 

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