El Huésped
Puso sus pies fuera del bus cerca de las once de la mañana. El frío lo envolvió por completo y extrañó el cálido interior de la máquina. Cargó sus bolsos y se puso en marcha. Había visto un cartel que señalaba la dirección del sitio donde debía dirigirse, pero decidió bajarse en el pueblo para familiarizarse con el entorno. Era éste un espacio rural rodeado por una tupida floresta y trazado a los pies de una larga montaña de cimas dentadas. Casi no había gente y sintió que era el único habitante que se movía entre las casas que componían los estrechos pasajes del lugar. El silencio era absoluto y únicamente se rompía con el canto intermitente de las aves. Fuera del pueblo se lograban distinguir extensas áreas de tierra labrada, masías de antigua data y los contornos de un bosque impenetrable, dificultando cualquier tipo de acceso a la montaña. Tomó asiento en un banco cerca de la que debía ser la plaza central y se liberó por un momento del peso extenuante de los bolsos. La caminata le había permitido entrar en calor, aumentando la densidad del vaho que se deshacía frente a sus ojos cada vez que exhalaba. Se vio a sí mismo encerrado dentro de una pequeña esfera de invierno. Miró la hora en su celular y descubrió que el mediodía estaba muy lejano de los números que aparecieron. Volvió a cargar los bolsos y se puso en marcha. El cartel que había visto desde el bus indicando el lugar de su destino debía estar a unos pocos kilómetros de recorrido. Se adentró por el bosque, optando por un camino de tierra que salió a su encuentro mientras caminaba por una de las calles empedradas del pueblo. En el corto andar distinguió un letrero que decía: a la Font de la Mare de Déu, y tomó ese rumbo. Bajó por una pendiente de arena arcillosa a través de un estrecho camino improvisado. Los árboles cubrían todo, hasta que por sus pupilas entró un haz de luz que caía al final del descenso. Se detuvo un instante, la deformidad de los árboles en el reflejo del agua y los peces de colores que descubrió deslizándose por debajo lo habían ensimismado. La fuente era un bello ornamento posicionado en un claro del bosque donde las copas de los árboles resplandecían misteriosamente. Se sorprendió al ver una mujer de rostro cubierto y cabizbajo inclinada en uno de los bordes; imperturbable en el reflejo que la fuente hacía de su imagen. Pensó en una estatua, pero el débil movimiento producido por su respiración deshizo esa teoría. No quiso interrumpirla y continuó por un camino de barro sin tener otra alternativa. El agua de la fuente que rebalsaba se iba por una orilla del sendero. Sintió un viento helado rozarle la espalda y al girar la vista descubrió que la mujer ya no estaba. Continuó sin permitirse imaginar algo fuera de lo normal y se concentró en el canto de las aves que parecía haber aumentado. Los pájaros eran como las cuerdas vocales del bosque, invisibles en la impenetrable espesura de los árboles. El camino por el que transitaba era la única zona despejada, similar a un río que se desliza a través de una selva. Por un momento creyó estar perdido, pero intuía que iba en la dirección correcta basándose en la señal que había visto antes de bajarse en el pueblo. Tuvo ganas de deshacerse del peso de los bolsos y descansar, pero el barro los estropearía. Pensó en los animales y su capacidad para trasladarse de un sitio a otro sin la necesidad de llevar equipaje, y palpó el quiebre que se había producido entre el hombre y la naturaleza en una época sin precedentes. Sin embargo, una flecha apenas perceptible entre la maleza mejoró su optimismo. Después de unos metros distinguió la silueta blanca de una casona. Se apartó del camino y desvió hacia su encuentro. La casa era una antigua masía emplazada en un entorno solitario, aunque rodeada de jardines y pequeñas laderas resguardadas por arcos de piedra para evitar los desmoronamientos producidos por la lluvia. Todo parecía conservar una quietud de siglos. Mientras buscaba la entrada principal, se topó con ventanales, portones a medio abrir, mesones y estatuas dejadas a la intemperie. Había vida en aquel sitio después de todo. Subió por unas escalinatas y llegó a un pórtico que intuyó como el frontis de la casa. Golpeó reiteradas veces, pero nadie salió a recibirlo. Insistió con mayor energía, ocasionando que la puerta se abriera levemente emitiendo un suave chirrido. Con recato ingresó a un amplio vestíbulo de techo abovedado, acomodó sus bolsos sobre una mesa y llamó varias veces, pero solo escuchó el silencio una vez concluido el eco que su voz había provocado. La decoración era mínima y todo estaba pintado de blanco, exceptuando un mesón de piedra que parecía ser una protuberancia salida del suelo. Se acercó y descubrió una nota escrita en una cuidada caligrafía:
Dear, at this moment the house is empty… we will arrive tomorrow… sit as in home… your room will be the one you choose from the second floor, climbing the scalars that you will see at the end of this room… you will find food in the kitchen refrigerators… explore if necessary…
Se sintió como el invitado de Drácula en el film de Werner Herzog, sobre todo con la última frase que le pareció más una advertencia que una propuesta amistosa. Tomó sus bolsos y subió las escaleras haciendo caso de las instrucciones que leyó en la nota. El segundo piso era un largo pasillo con numerosas puertas en ambos costados. Giró la perilla de la puerta más cercana a la escalera y esta cedió sin problemas. Ingresó al cuarto y acomodó sus cosas. El lugar era amplio, los muros estaban decorados en base a una pintura de colores sobrios y un ventanal que daba a un pequeño balcón permitía la entrada de un generoso espectro de luz. Luego exploró el pasillo y comprobó que todos los cuartos estaban cerrados, exceptuando el último, que conectaba con una enorme habitación de ventanales sellados y con tan solo una cama arrimada contra el muro más distante. Cuando estuvo por cerrar la puerta, distinguió la rápida silueta de un gato negro que pasó entre sus piernas y que estuvo a punto de derribarlo. Casi como una ilusión, vio como el animal desaparecía en la oscuridad del pasillo mientras se recuperaba del susto. Bajó a la cocina y se calentó un guiso que encontró en uno de los refrigeradores. Los platos que ubicó para servirse eran grandes y pesados, al igual que los cubiertos y las copas. Todo era un anacronismo en la vieja casona o, tal vez, él lo era. Cruzó una puerta en vaivén y llegó hasta el comedor ubicado en un enorme salón. La mesa era de madera y como los demás objetos, su tamaño trascendía. Tomó asiento en la cabecera y cenó como recordaba en los cuentos de hadas que cenaban los personajes que vivían solos en viejos y enormes castillos. Dentro de la masía el tiempo no era el mismo y sintió que deambulada por un pasado que no le pertenecía. La oscuridad comenzó a filtrase por los ventanales y volvió a sorprenderse de lo rápido que estaba corriendo el tiempo. Atribuyó todo al agotamiento propio de los viajes y decidió ir a dormirse. Encendió algunas luces y creyó ver el rostro de una mujer reflejado en una de las estanterías para los platos que había en el lugar. Volteó pensando que había llegado más gente, pero únicamente se encontró con el muro del salón y una puerta. La abrió y se dio cuenta que conducía a los baños de la casona, reacomodados en el espacio de lo que antes debió ser la bodega del recinto. Revisó el lugar y escuchó como sus pasos retumbaban sobre un piso que al parecer estaba hueco. La masía era una caja llena de misterios y pasadizos ocultos, y tuvo ganas de que fuera pronto de mañana para hablar con los encargados y conocer su historia. Se dirigió al vestíbulo, subió las escaleras y antes de entrar a su cuarto se quedó mirando hacía la habitación al final del pasillo. Estaba seguro que una voz era lo que había escuchado mientras giraba la perilla de la puerta, atribuyéndola a la de otro huésped del que no había reparado. Decidió dejar las cosas como estaban, entró al cuarto, cerró la puerta y se acostó en la cama sin ganas de generar ideas nocivas o pensamientos extraños que pudieran servir de material para un insomnio o molestas pesadillas. Al cabo de diez minutos se quedó profundamente dormido, pero más allá de sus razonamientos, olvidaba que la realidad es quien termina por manifestar horrores inimaginables.
… Primero fueron risas las que lo hicieron ascender de la profunda tranquilidad del sueño, luego fueron pasos retumbando en el pesadillo, después un quejido proveniente de una habitación muy lejana. Se despertó con frío y con una urgente necesidad de salir al baño, pero el cobijo de las sábanas lo retenía. Imaginó unos esquimales de gruesos abrigos. El sueño aún lo mantenía dopado, pero un murmullo cerca de su oído volvió a despertarlo. No pudo aguantar su necesidad de orinar por más tiempo. Destrabó la puerta, bajó las escaleras, entró al comedor, ingresó a los baños y eso fue todo. Sin embargo, no había puesto atención a ningún objeto de la casa durante el trayecto. Caminó en calma por el espacio de los baños, un poco más despierto, todo de vuelta, pero distinto: el comedor desecho, el piso helado del vestíbulo donde no había techo, extrañas formas humanas rondando, las escaleras demolidas. Descubrió que las luces que había dejado encendidas en realidad eran velas puestas en candelabros. Se detuvo frente a la puerta del cuarto, otra vez el hondo pasillo que asechaba en su mente. Escuchó un gato maullar en alguna parte. Sus ojos, observaron con horror la lívida imagen de una mujer que se suspendía cerca suyo. Sintió sus manos temblar en la perilla… De nuevo el frío, más intenso… Su cuarto: un colchón al exterior de unas ruinas.
* Este relato fue escrito por el autor durante su residencia en Can Serrat, basándose en una leyenda del lugar (El Bruc – Barcelona, febrero de 2019).