El suicidio de las gordas

          Sumidas en una profunda depresión debido a la exuberancia de sus cuerpos, un grupo de gordas decidió reunirse en el departamento de una de ellas para pasar las penas de manera colectiva. 

          Pese al potente drama que les destrozaba sus vidas, la mesa donde estaban sentadas reunía un inmenso banquete, aunque parecía ser que el apetito que demostraban hacia los dulces que devoraban, en realidad se debía al odio que sentían por los engreídos cánones de belleza que les habían fregado la vida, y no al sabor del azúcar oculto en forma de pasteles.

          Detestaban cómo los ojos de las demás personas escudriñaban en su anatomía cada vez que hacían presencia en algún lugar público, sobre todo los de aquellas mujeres delgadas que solían caminar tomadas de la mano de algún tipo o que reían cínicamente de las estupideces que éstos  les decían sólo para aumentar la probabilidad de un coito al final de la cita.

          Odiaban los abdómenes estrechos y caderas que pronunciaban el relieve de un culo bien hecho, además de las tetas redondeadas y terminadas en punta, por cuanto conseguían eclipsar los dos únicos encantos que poseían para sentir que su vagina seguía con vida: su buen humor y la baja exigencia por el físico de un hombre. Pese a ello eran siempre derrotadas por el ideal que un buen conjunto de tetas y culos les significaba a los caballeros, viéndose obligadas a reemplazar el placer de un orgasmo por el del sabor de un dulce cargado al manjar al terminar la jornada de lo que fuera que hiciera cada una de ellas.

          Estos diálogos y porvenires sin solución redundaban en la mesa llena de dulce de las gordas. Sus comentarios y gesticulaciones enérgicas, eran siempre acompañados por el vuelo salivar de algún alimento que salía expulsado de sus bocas o de sus dedos llenos de manjar, dando la impresión que la superficie de la mesa en realidad era una torta que sufría una fuerte embestida. 

       Una de ellas, sin embargo, la más joven, se encontraba pensativa y con menos apetito que el resto. Al parecer los comentarios de sus amigas le habían hecho concluir que su suerte no le acercaría otra cosa que no fuera una soledad ajustada en talla extra grande, por lo que decidió atentar contra su vida en mitad de la cita.

          Sin decir una palabra se paró con tranquilidad de la mesa, caminó hacia la terraza del departamento y observó el paisaje desde el veinteavo piso mientras sentía como el viento le desordenaba hacia tras la melena. Respiró con apetito el aire que golpeaba su cara, luego lo exhaló por la boca, casi como haría un deportista cuando finaliza una carrera, para después treparse con una dificultad enorme por la baranda, apoyando, finalmente, el prodigio de sus nalgas en el delgado fierro del balcón.

          Una de las gordas logró verla mientras se llevaba un bombón de chocolate a la boca, parándose con tal agilidad que ocasionó que el dulce que sostenía terminara incrustado en la cara de otra. Su celeridad, junto a sus fuertes gritos, bastaron para que el resto de las presentes se unieran al rescate. 

          La suicida al voltear la cara por el escándalo que sintió de pronto, creyó ver una estampida de elefantes asustados corriendo hacia el balcón, imagen que le bastó para corroborar su teoría y que le otorgó el valor que necesitaba para donar su sobrepeso a la planta baja del edificio.  

          Mientras caía por los pisos del departamento, seguía escuchando los gritos de espanto de sus amigas apoyadas en el barandal, y en un intento por dar equilibrio a la inmensidad de su cuerpo, comenzó a agitar sus brazos con energía. Sintió, de pronto, que el movimiento dado a la flacidez de la parte posterior empezaba a frenarla y, descubrió, que si lo hacía con mayor rapidez, los pliegues fofos de su piel le permitían contener el aire.

          El milagro que vieron las demás gordas gracias a los flácidos brazos de su amiga, bastó para que los gritos de terror se convirtieran en profundos suspiros de admiración, aplaudiendo la redonda imagen que sin dificultad comenzaba a flotar por las invisibles corrientes del aire que golpeaban la pared del edificio.

          Al cabo de un tiempo la reunión de las gordas dejó de ser una cita triste y llena de rencor, transformándose en una reunión que les servía para estudiar diversas técnicas de vuelo con el fin de sacar un mejor provecho a los movimientos que debían efectuar con sus brazos cada vez que se lanzaban por el balcón del edificio. Y aunque las golosinas nunca dejaron de estar sobre la mesa, ahora comían sin odio, burlándose y riendo al recordar las caras de susto que ponían las flacuchentas y anoréxicas sobrevaloradas cada vez que pasaban por arriba de sus cabezas sorbiendo las deliciosas calorías de un buen mantecado.  

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