Se acerca el gran animal humeante, por aquí pasan muchos en distintas horas, pero ninguno es capaz de enfrentarme. Corren a prisa y cuando voy tras ellos intentando morder sus patas circulares aceleran el tranco, logrando dejarme atrás en un corto periodo.
Admito que en eso me superan, pero de seguro lo consiguen animados por el terror que les ocasiona el gruñir de mis ladridos, por el miedo de sólo imaginar la lesión que podría infligirles si diera con una de sus patas extrañas.
No pienso negar que me enorgullezco de mi falta de camaradería, pero ocurre que a pesar de no tener ni la cuarta parte de su envergadura soy capaz de ahuyentarlos. Eso es lo que me divierte, corretearlos cada vez que se animan a pasar por los espacios que son de mi absoluta pertenencia.
Cuando la persecución se inicia siento que valida la fiereza que la domesticación humana embruteció. Gracias a ella vuelvo a palpar el filo de los colmillos con la lengua, a sentir la espuma de la rabia cayéndome por el hocico, la electricidad que me eriza casi todos los pelos del lomo. Eso es algo que adoro, pero que el respeto hacia el humano no permite que se manifieste, al menos no todas las veces.
Cuando la transformación comienza ni yo quisiera ver la apariencia que me surge, el animal decidido a desgarrar cualquier cosa que le pase por el frente; es como si toda mi genética fuera empujada hacia adelante por la fuerza de una jauría en descontrol. Una vez que parte me es imposible detenerla.
Perseguir a esa extraña especie me es adictivo, el sabor de la transformación tras el poderoso instinto de volver a ser el cazador que acomete, hace que me vuelva superior cada vez que los hostigo por el suelo que parece llevar el tono de las cebras.