Guerra diminuta
El día que llegaron no los esperaba, cargaban fierros y herramientas, acumulándolas en los alrededores del pequeño edificio donde vivía. Nadie les dijo nada. Luego se asentaron, construyeron enormes bodegas donde guardaron sus porquerías y los espacios que antes estaban limpios se ensuciaron. El ruido también cobró su parte. Lo que antes era silencioso fue doblegado por el estruendo de sus voces, sus máquinas y sus programas de radio. Todas las áreas del edificio utilizadas para la recreación y el relajo sucumbieron. Finalmente nos cercaron.
La semana que comenzaron a percutir y roer los muros de mi casa todavía era temprano. Sus máquinas golpeaban las paredes externas del edificio provocando vibraciones en mi cama y en los muebles con un frenesí persistente. Mi pieza se sacudía. Cuando me asomé por la ventana, distinguí a un hombre de casco y overol manipulando la pesada herramienta con la que ocasionaba el estruendo. Lo estudié molesto, hasta que se detuvo y miró hacia donde lo espiaba, dándose por aludido. Alcancé a ver que traía, además, unas grandes gafas oscuras antes de ocultarme detrás de las cortinas. Luego reanudó su actividad y el ruido y la vibración volvieron a sacudir el pequeño edificio.
Ese día la tormenta dentro de mi casa no cesó hasta ponerse oscuro y, al siguiente, todo ocurrió de la misma manera. El silencio sólo existía durante la noche o los días domingo, cuando los hombres paralizaban la faena y se retiraban a sus casas.
Grandes transfomaciones se precipitaban.
Mamá ya ni siquiera podía usar el teléfono. La última vez que la vi hacerlo tuvo que gritarle a su amiga que la llamaría luego por culpa del estrépito incesante. Después la empecé a ver cada vez menos: salía temprano por la mañana y regresaba tarde por la noche, justo a la hora en que los invasores se retiraban a sus casas. A veces me llevaba a sus recorridos, pero casi siempre me dejaba solo en el nuevo escenario de la casa, inerme ante el holocausto recién instalado.
Las cosas empeoran cuando empezaron a cercar el edificio con andamios y a forrarlo con paños oscuros. Era por las normas de seguridad de la empresa a cargo de la remodelación, le escuché decir a los vecinos. Estabamos en verano, pero por dentro todo era como la luz del otoño y la temperatura se acrecentaba por el efecto de los paños. Sudaba dentro de una cueva atronadora. Los pequeños espacios de silencio que se producían cuando los hombres dejaban sus máquinas me daban la sensación de quedar suspendido en el tiempo. Habituado a las vibraciones y el ruido, su cese era como entrar en un mundo de absoluta inmovilidad y mutismo que se desasía en pocos segundos. Mi casa se había transformado en una prisión oscura y calurosa, cuyos celadores tenían el deber de torturar diariamente al prisionero con el ruido de sus taladros y sierras eléctricas. Ya ni siquiera podía salir a jugar al patio, ahora les pertenecía y tenían prohibido que otras personas lo transitaran.
En el corto plazo, el entorno del edificio se convirtió en un enorme tiradero de escombros. Todo ello me fue llenando de rabia, y el mal humor y las quejas que le escuchaba a mi madre los ratos que estaba conmigo, fueron desembocando hacia un odio silencioso que estallaba con el menor estímulo.
Las tardes que no salía del departamento me entretenía indagando en los objetos guardados en los estantes y, sobre todo, en los cachureos amontonados sobre los enormes roperos de la pieza de mi madre. No podía hacer otra cosa, el ruido de las sierras y los taladros silenciaba los programas de la tele y boicoteaba cualquier intento de lectura. Este pasatiempo me permitió descubrir antiguas fotos y figuras de porcelana que me horrorizaban, seguramente eran cosas de la abuela. Pero el mejor de todos los hallazgos fue dar con el rifle a postones que tanto recordaba y con el que papá me había enseñado a disparar antes de que se fuera de la casa. Estaba envuelto en un paño blanco y, junto a él, la cajita donde guardaba los postones. Al tomarlo acomodé la culata en el hombro, cerré un ojo y puse el otro en la mira. Apunté a varios objetos, me detuve en una foto familiar y apreté el gatillo. El percutor activó el resorte y la bala, obediente, voló directo hacia el retrato trisando el vidrio de la cubierta. Me quedé petrificado del susto, nunca se me pasó por la cabeza que el rifle tuviera una bala después de tanto tiempo. “Las armas las carga el diablo mijito”, sentí la voz de mi abuela fallecida salir de alguna parte. Retiré los pedacitos de vidrio esparcidos y saqué los trisados dentro del marco. La foto estaba intacta, siendo difícil que mamá notara alguna diferencia a menos que tuviera que tocarla para acomodarla en otro sitio. Salí después con el rifle de su pieza y me fui al living a practicar algunos tiros usando algunos juguetes viejos que puse contra la muralla. Estaba en una guerra y el ruido fuera de mi trinchera era el de las tropas enemigas bombardeándolo todo.
Después de acribillar decenas de camioncitos y soldados de plástico, perdí el entusiasmo. Afuera la guerra ardía, pero yo era un recluta inactivo que estaba ansioso por respirar la pólvora en un verdadero campo de batalla. Tomé el rifle y me fui a mi pieza, me asomé a la ventana y pude ver el movimiento de las tropas enemigas. Los soldados vestían cascos blancos y azules. Apoyé la punta del arma en el marco y comencé a seguirlos con la mira. Pasé de uno a otro sin apretar el gatillo. Mis venas palpitaban, el sudor me goteaba por la frente. Era un francotirador que acechaba. Cuando vi que un casco blanco se detuvo solté el primer tiro, el postón golpeó el plástico que le protegía la cabeza y de inmediato el soldado se lo quitó para ver que le había pegado. Vi a través de las cortinas como escudriñaba los alrededores buscando la causa, aunque al no distinguir nada inusual volvió a ponérselo y reanudó la marcha.
Lejos, en una playa desecha de Normandía, el solitario francotirador recién ingresado a las líneas de ataque había obtenido su primer triunfo.
Mi madre comenzó a sentir curiosidad por mi comportamiento, ya no la acompañaba a sus paseos ni insistía para que me llevara como antes lo hacía. Sentía una fuerte ansiedad y sólo quería tomar el rifle para reanudar los ataques. Su presencia era un obstáculo y rogaba que se fuera pronto para que pudiera continuar la defensa del perímetro. Los tanques aumentaban su número y los bombardeos no cesaban fuera de la trinchera sin poder hacerles resistencia cuando ella permanecía en la casa.
El segundo día de batalla fui más osado, apenas mi madre abandonó la trinchera, tomé posesión de la plataforma de tiro. Impacté tres cascos blancos y cinco azules. Las tropas enemigas, sin embargo, comenzaron a levantar sospechas y los escuché dialogar entre ellos. Se habían dado cuenta que aún sobrevivía un soldado de la resistencia neutralizando sus ataques desde las paredes de un atalaya hecho añicos. Para ellos era un fantasma.
Esa tarde la voz se corrió entre los enemigos y noté que el transito comenzó a menguar por la parte del edificio que protegía. Los estaba derrotando y poco a poco el exterior de mi trinchera se fue silenciando. Nadie era capaz de acercarse al muro, incluso mamá notó la pequeña variación que estaba aconteciendo después de tantos días de ruidos sin tregua. Qué suerte que estén más callados, me decía mientras cenábamos.
La mañana siguiente alguien llamó temprano a la puerta. Desde mi cama escuché a mamá decir que no sabía nada. Los nervios me mordieron las tripas, los soldados enemigos buscaban respuestas y aumentaban el control sobre los terrenos apropiados. Durante el desayuno le pregunté quién había llamado. Me respondió que uno de los obreros preguntando si sabía algo respecto a unas agresiones que estaban teniendo por esta área del edificio. ¿Agresiones? Le pregunté sorprendido. Sí, me dijo, tienen la sospecha que alguien ha estado disparándoles perdigones en los cascos mientras hacen sus labores. Por fortuna mamá no recordaba nada del rifle. Qué raro, le dije.
Esa tarde salí con ella para no levantar sospechas y darles una tregua a mis adversarios. Al regresar hice el conteo de las municiones y me di cuenta que apenas me quedaban diez postones para continuar los ataques.
El cuarto día tenía la obligación de salir por municiones. Tomé el frasco donde guardaba algunas monedas y las derramé en el piso, conté dos mil pesos apenas. Abandoné la trinchera aprovechando que mamá no estaba y me deslice a la calle cuidando que no me vieran las huestes enemigas. Caminé siete cuadras hasta la ferretería donde comprábamos con papá y al llegar le consulté al caballero por el precio de los postones. Me miró extrañado y me preguntó para qué los quería. Le respondí que papá me había mandado a comprarlos. Tuve la suerte que aún me recordaba y que no supiera que ya no vivía conmigo. La cajita de cincuenta sale mil quinientos pesos y la de cien dos mil pesos. Deme la de cien por favor, le dije colocando las monedas que traía sobre el mostrador. Al salir me expresó que no olvidara saludar a papá de su parte. Me despedí con la mano y regresé con rapidez al parapeto. Ya en casa sólo me dedique a estudiar el comportamiento de las tropas invasoras, cesando por segunda vez el fuego. Habían reiniciado su marcha habitual por el perímetro y me di cuenta que no podía darles otro día de armisticio o volverían a ocupar todo el espacio.
Mi madre se despidió temprano aquella mañana. Dejé la cama apenas sentí el ruido de la puerta y fui por mis pertrechos para iniciar el asalto. Las tropas enemigas habían aumentado su número y los cascos azules se paseaban impunes por las regiones que hasta hace poco eran de mi dominio. Volví a sentir rabia y cargué el rifle. El primer postón voló fuera de la trinchera e impactó en el primer casco de la mañana. El soldado acribillado previno al resto gritando que habían comenzado los ataques y prontamente los escuadrones fueron desapareciendo del perímetro dejando una polvareda solitaria. Di un segundo tiro que se incrustó en el casco blanco de otro que escapaba. Reía con maldad y placer detrás de las cortinas. Cesé el fuego y esperé que volvieran. Sabía que se agrupaban y que regresarían con sus herramientas y máquinas atronadoras. ¡Aquí los espero! quise gritarles fuera de la ventana, pero me contuve, un francotirador jamás debe revelar su posición en mitad de una batalla. Cargué el rifle y seguí aguardando. Me moví dentro de la trinchera y me fui hasta la pieza de mamá para espiar desde otro ángulo, pero ningún casco enemigo se aproximaba. La bulla de sus ametralladoras había disminuido considerablemente en el flanco que defendía. Después de un rato escuché ruidos en los pasillos del edificio: voces y rumores, pisadas. Eran las tropas enemigas que intentaban capturarme. Me quedé inmóvil detrás de las cortinas, casi no respiraba. Golpearon la puerta de mi casa una y otra vez, y luego continuaron con el resto de los departamentos. Indagaban entre los oprimidos sin tener una respuesta.
Los soldados temían volver a sus posiciones por los ataques repentinos y se negaban a obedecer las órdenes de sus generales. Escuché que uno de ellos les decía que no eran más que perdigones inofensivos, incapaces de traspasar la ropa, pero no lograba convencerlos. Después alzó la voz y les gritó molesto que si no volvían a sus sitios el tiempo perdido sería descontado de su paga. Los soldados se organizaron y temerosos tomaron sus armas para continuar el ataque. El ruido atronador de sus máquinas de a poco comenzó a morder las murallas. Les di tiempo para que bajaran la guardia. Volví a mi pieza y asomé la punta del rifle entre las cortinas. Un casco azul colocaba dinamita en los orificios que le habían hecho al muro cerca de donde apoyaba el arma. Malditos, pensé, y apreté el gatillo, pero algo no salió bien, el soldado había cambiado la posición de su cabeza justo cuando el percutor escupió la bala, incrustándose en su ojo izquierdo. Un grito desgarrador se escuchó en medio del combate. Me refugié, aterrado, detrás de la ventana sintiendo los alaridos del soldado. El juego que creía inofensivo se convertía en una cruenta realidad. Oculté el rifle debajo de la cama y me quedé petrificado, sintiendo los poderosos latidos de la adrenalina golpeándome dentro del pecho. No puede ser verdad, pensé. Afuera de la barricada se escuchaba la conmoción de los obreros: ¡Llamen a una ambulación o perderá el ojo!, gritaban. La gente se apiñaba alrededor del herido. Miraba lo que ocurría detrás de la espesa claridad de la cortina. Todo era cierto, había dañado gravemente a una persona.
Mi madre llegó poco después de lo ocurrido. Me preguntó si sabía algo, sólo le dije que había escuchado y visto lo que pasaba desde la ventana. Al hombre ya lo habían trasladado al hospital y me comentó que comenzarían una investigación para dar con el culpable.
Los nervios no me dejaron dormir esa noche y decidí deshacerme del rifle durante la madrugada. Mi madre dormía cuando salí a la calle con el arma envuelta en el mismo paño en el que la había encontrado. Eran cerca de las cuatro de la mañana de un día de semana y en las calles no se veía gente. Caminé esquivando la luz de los faroles hacia el contenedor de basura más alejado del edificio, atento, como los gatos, a cualquier movimiento que pudiera salir de algún recoveco. Al llegar abrí la tapa y la pestilencia voló hacia mis narices. Tomé aire y aguanté la respiración para escarbar en los escombros y dejar el arma lo más abajo que pudiera. Después regresé a mi casa sintiéndome un poco más tranquilo. El rifle yacía bajo quilos de basura putrefacta y todo se haría más difícil para quien se encargara de buscar al culpable.
Esa noche y las siguientes no dormí como antes, el miedo y la culpa se colaban hasta en mis sueños y tuve pesadillas que me despertaban pasada la medianoche. Mamá me preguntaba si me ocurría algo, hacía mucho que me veía ojeroso y sin ganas de comer. Estoy bien, le decía, no me pasa nada. Ya no salía de casa ni me molestaban los ruidos. El accidente le había quitado la fuerza a las demás cosas o mi consciencia hablaba demasiado fuerte silenciando los rugidos que antes me apretaban los dientes.
Pasada algunas semanas sonó la puerta. El corazón volvió a golpearme como la vez del accidente. Mi madre abrió. Un tipo de terno oscuro entró al living. Se presentó como funcionario de investigaciones y la interrogó sin detenerse. Yo los espiaba con atención desde mi pieza. El obrero al que había disparado ya no contaba con su ojo izquierdo. Después le dijo al tipo que yo había estado en casa durante el accidente y me llamó con un grito desde el living. Mi propia madre me delataba sin siquiera proponérselo. Cuando lo vi sentí terror y rechazo de su escrupulosa apariencia, su cara de suma seriedad me auscultaba de arriba abajo mientras la culpa me rodeaba todo el cuerpo como un halo revelador. Buenas tardes muchacho, me dijo, y me invitó a sentarme a la mesa. Una vez allí volvió a mirarme antes de iniciar su interrogatorio. Odié el abuso que su rol le permitía ejercer en mi propia casa. Qué lograste ver el día del accidente, me preguntó finalmente. Le respondí lo mismo que le había contado a mi madre días atrás sin ganas de aumentar el relato. Luego, agregó, si acaso no tendría por ahí algún rifle a postones del que quisiera hablarle. Mis piernas y manos se tensaron bajo el mantel de la mesa. ¿Por qué? Le preguntó mamá, sacándome del apuro. El médico, dijo el tipo, nos aclaró que la herida seguramente había sido provocada por los postones de un rifle de aire comprimido puesto que el accidentado no manipulaba ninguna herramienta que pudo haber soltado una esquirla cuando sintió el fuerte dolor en el ojo. Pudo estar mintiendo, volvió a decir mamá. Eso es cierto señora, complementó el tipo, pero los demás trabajadores cuentan que desde hace días habían estado recibiendo pequeños disparos en sus cascos. Luego hubo un largo silencio en la sala, el extraño me miraba esperando una respuesta. ¡No!, logré articular al fin, no tengo ningún rifle dentro de la casa. Mantuvo su mirada en mis ojos hasta que bajé la vista, se puso de pie y se despidió sin decir otra cosa. La tensión que sentía se fue al lado de su disfraz de fantoche. Estás muy extraño, me dijo mamá después de cerrar la puerta y volver a la mesa, ¿estás seguro que no sabes nada más de lo que pasó? ¡No!, volví a decir molesto, y me fui a mi pieza recriminándome la pésima actuación que tuve frente al desconocido.
Al día siguiente la construcción se había normalizado, el perímetro que tanto cuidé estaba invadido y las máquinas volvieron a tronar en plenitud, pero ya no me importaba. La imagen que tenía del soldado herido dentro de mí obnubilaba todas las cosas. Sentía que merecía los ruidos ensordecedores y el calor del departamento que no se iba por culpa de los paños negros. Ya ni siquiera acompañaba a mamá a sus paseos ni salía de la casa. Me envolví en una coraza dentro de los muros de mi pieza.
Pasado unos días mamá me llevó al médico preocupada de mi estado y en la consulta, luego de un chequeo corporal que no arrojó ninguna anomalía, el doctor me derivó a otro especialista que me hizo preguntas que yo no quise contestar. Dentro de mí se había instaurado un caos que no quería retirarse y que me distraía de todo lo externo. Comprendí entonces que ese era el sentimiento al que se referían los personajes en las películas de guerra cuando le preguntaban a su compañero si acaso sabían cómo se sentía matar a un hombre.
Al volver a casa vi al soldado herido, tenía un enorme parche en su ojo izquierdo que le cubría casi toda la cabeza y no dejó de seguirme con el ojo bueno cuando me vio llegar junto a mi madre. Intuí que todo el mundo sabía que yo era el culpable y mi ostracismo aumentó de tamaño. Nada volvió a ser igual para mí después de esas vacaciones de verano. La guerra debería estar prohibida a los menores de edad y más todavía para quienes ni siquiera hemos llegado a la adolescencia.