Historia de un elefante
Por más que lo intentaba, Alifano no lograba descifrar el griterío que escuchaba afuera de su pieza. Curioso, abrió una de las ventanas y sacó su cabeza al exterior donde reinaba el frío y una densa neblina cubría a las personas que se alborotaban delante de su casa. Puso atención a los gritos y la repetición de una sola palabra bastó para sacarlo a la calle.
- ¡Un monstruo! ¡Un monstruo! - gritaba todo el mundo alterado.
En el exterior sintió el frío filtrarse por las mangas de su chaleco y congelar sus orejas cada vez que el viento le agitaba los mechones de pelo que las cubrían. Al fijarse en la turba, creyó reconocer una silueta moviéndose entre los innumerables abrigos de pasos acelerados.
- ¡Antonio! ¡Antonio! ¡Por aquí! - gritó hacia el tumulto moviendo uno de sus brazos.
- ¡Alifano! ¡Amigo! ¡Qué bueno verte! – le dijo el niño, acercándose al pórtico desde donde Alifano no dejaba de mirar todo lo que acontecía.
- ¿Qué pasa Antonio que la gente grita y corre tan asustada?
- ¡Un monstruo! Alifano, la gente dice que un monstruo ha llegado con el nuevo circo que se instaló en el centro hace unos días.
- ¿¡Un monstruo Antonio!? – le preguntó asombrado – ¿Y tú ya lo has visto?
- No todavía, pero papá me contó que logró verlo antes que lo cubrieran en el carro donde lo llevaban y que me llevaría al circo para que pudiera conocerlo.
De pronto un grito que salió de la multitud los distrajo. Cuando los dos niños voltearon para ver quién llamaba, lograron distinguir a un caballero alto y vestido de negro entre la niebla.
- Es mi padre, nos vemos pronto Alifano – dijo Antonio despidiéndose de su amigo.
Alifano lo vio correr hacia donde estaba su padre hasta que se perdió dentro de la neblina. Después se sentó en el pórtico de la casa y observó como el pasaje empezaba a quedar desierto. La palabra monstruo revoloteaba dentro de su cabeza como una pelota saltarina y comenzó a ver rostros que perdían su forma en el halo blanco de la calle. Luego, se fijó en los innumerables y negros barrotes que se extendían en la caída de la acera y tuvo la convicción que servían para evitar que algo siniestro saliera de las alcantarillas.
Cerró tras suyo la puerta de la pequeña casa donde habitaba, entró al living y caminó hacia uno de los cuartos, comprobando que su abuela todavía dormía sin haberse enterado de nada. Dio un pequeño suspiro y se fue a su habitación para recostarse en la cama. Con la vista en el techo, intentó recrear al monstruo sin que su imaginación lograra formarlo y pensó en la suerte de Antonio al contar con alguien que pudiera llevarlo a mirar las extrañas formas que cobran vida en la naturaleza. No reprimió sus celos y tuvo rabia hacia la imagen ausente de su padre por dejarlo casi siempre en la abúlica compañía de su abuela. Enojado, dio un salto fuera de la cama, atravesó el living y abandonó el departamento. Se había propuesto que iría a ver al monstruo del que todos hablaban sin necesitar a nadie que lo llevara.
Bajó por la misma calle que hacía un rato estaba llena y no se permitió mirar hacia los barrotes de las alcantarillas para no aumentar su nerviosismo. Ventanas rectangulares y faroles negros se elevaban por el pasaje ocultando su diminuta presencia. Vio el río moverse monótono y desteñido bajo el puente de fierro que lo atravesaba y, sin detenerse, caminó por el arco dejando atrás los arrabales. Toda la ciudad parecía estar inundada por el vapor blanco de la niebla deslavando el negro de los edificios más allá de la ribera. Al llegar a la otra orilla, la ciudad pareció cobrar vida entre carruajes y peatones circulando por todas partes, y decidió acortar camino por un trayecto del Hyde Park para llegar más rápido al centro. Desvió por un pasaje angosto donde había innumerables ratas comiendo de los desperdicios tirados en el empedrado y vio con repulsión como escapaban por los barrotes de las alcantarillas al ver su sombra caminando entre las paredes. Salió del estrecho y se internó, por fin, en la alborada. Notó como el musgo se extendía entre la sombra de los árboles y sintió como una gota de agua le helaba una diminuta porción de su piel al estrellarse en su mano. La lluvia, sin mucha tardanza, comenzó a desplomarse sobre las copas de los árboles y a crear pequeños charcos de barro. Alifano olía la tierra húmeda llenando el ambiente, aunque tuvo frío y sintió como sus pies se entumecían al filtrarse el agua que se amontonaba en el suelo a través de sus botas viejas. A medida que se acercaba al centro del parque, el número de árboles y troncos pareció espesarse. Tuvo la seguridad que una presencia seguía de cerca sus pasos y sus nervios le hicieron dar varias vueltas entre la floresta antes de alcanzar el otro extremo del prado. Por un momento se creyó perdido entre los matorrales, hasta que la densidad de los árboles menguó y la ciudad volvió a dibujarse delante de sus ojos.
Dejó atrás el bosque y se internó en las calles de la avenida. Su presencia no era relevante para la muchedumbre que transitaba indiferente de todas las cosas que a él lo sorprendían con aquel impacto que ocurre cuando se ven por primera vez en la vida. Esquivó un guardia que distinguió parado en una esquina y desvió por un callejón que lo dejó en otra calle. Quiso preguntarle a la gente por el circo, pero temió que lo tomaran por huérfano y lo llevaran al orfanato del que le contaba su abuela cuando no le hacía caso. Continuó buscando en las calles hasta que recordó el espacio que había visto entre unos edificios la única vez que su padre lo llevó a comprar al centro y, sospechó, que allí podría encontrarlo. Se abrió paso entre unos carruajes sintiendo el bufido de los caballos que lo vieron pasar fulminante y, luego de dar algunas vueltas, se topó con la tienda de licores donde había entrado aquella vez con su padre. Se detuvo un minuto a mirar la vitrina, reconociendo sin mucha dificultad la botella que casi siempre estaba a medio llenar en la cocina de su casa. Continuó por la misma calle y vio un cartel pegado en uno de los muros, exhibiendo una enorme flecha roja sobre una carpa de colores. Su entusiasmo se acrecentó y dobló por la siguiente calle haciendo caso del panfleto. De inmediato distinguió la carpa entre la lluvia, reluciendo de un amarillo desteñido como un gran globo colocado a ras de piso. La lluvia perdía fuerza y el paisaje comenzó a aclararse sobre los negros callejones y las fumarolas que despedían pequeñas chimeneas sobre los tejados de los edificios. Se acercó a la entrada y vio a un tipo extremadamente gordo vestido de frac y sombrero de copa durmiendo sobre una silla. Nadie más circulaba por los alrededores de la carpa. Estaba claro que la función no comenzaría hasta que la noche la anunciara. Pasó silencioso por al lado del gordo que dormía y avanzó unos metros a través de un largo pasadizo formado por la lona y el muro del edificio contiguo, después, se coló al interior de la carpa. Con asombro, contempló el trapecio recogido en lo alto y las butacas rodeando la circunferencia del escenario. Hacía mucho que no estaba dentro de un circo y recordó a su madre mientras caminaba por las galerías oscuras y desiertas. Sin embargo, allí no estaban los animales ni aquella cosa por la que explícitamente había escapado de su casa. Caminó al umbral por el que entran y salen los artistas a presentar sus actos y se introdujo en el marco. La luz disminuyó un poco más dentro del túnel, hasta que su oscuridad fue reemplazada por la claridad externa. Un rápido examen le sugirió que se encontraba en la parte trasera de la carpa, donde se veía un amplio terreno antes de cerrarse en un muro que cercaba el resto del baldío. Carpas de menor tamaño a la principal y carritos de tiro, similares a los utilizados por gitanos en sus caravanas, se esparcían en el recinto. Alifano supuso que era donde los integrantes del circo vivían y donde sus animales descansaban protegidos del frío y la lluvia. Se acercó a una de las carpas y sintió olor a heno y a heces de caballo mezclándose con el barro de la lluvia. Los potros lucían apacibles dentro de sus corrales y se acercó para acariciar la panza de los que se encontraban al borde del cerco. Luego, continuó hacia el interior y vio a un león echado en su jaula. Su corazón palpitó emocionado cuando aparecieron los enormes colmillos dentro de su quijada, abriéndose en un bostezo que jamás olvidaría. Al final de la carpa distinguió las rayas negras y doradas propias de los tigres, y se acercó a mirarlo.El animal se balanceaba de un lado a otro dentro del estrecho carrito donde estaba prisionero, clavando su mirada en cada una de sus movimientos; su espíritu de cazador aún subsistía, pese a ello, Alifano no dejó de sentir pena de su claustro y de lo que debía significar para un animal acostumbrado a recorrer grandes extensiones de terreno, vivir en un espacio que no era más amplio que el de su propio cuerpo. Su diseño creado para la embestida y el ataque ya no servía de nada . Poco a poco el circo fue perdiendo su encanto, pero su curiosidad por lo que había escuchado en boca de la gente lo hizo continuar. Salió de la carpa y caminó silencioso por los carritos sobre el barro, vio un letrero en la entrada de uno de ellos que tenía dibujada la imagen de una vieja gitana acariciando con sus dedos de largas uñas una bola de cristal. La representación le ocasionó escalofríos y aceleró el paso para alejarse del carrito que parecía ser el de la bruja. Dio unos pasos más y se topó con otro letrero que contenía la imagen de un hombre alto y fornido, sosteniendo una vara con dos bolas negras y enormes en cada extremo. La imagen lo absorbió y estuvo por algunos segundos mirando los detalles de la pintura. El cielo sobre él comenzaba a perder la poca luz que quedaba de la tarde. Después, continuó. El circo había logrado cautivarlo nuevamente y se coló en una carpa de rojo desteñido. Un enorme oso pardo se elevó con sus patas traseras y olisqueó de izquierda a derecha al verlo entrar, luego se sentó, pesado en su enoirme envergadura y tironeó con una de sus manos la pesada cadena que lo agobiaba del cuello. Alifano retrocedió algunos metros y dio un brinco que estrelló su corazón contra sus costillas al escuchar el sorpresivo barritar de un elefante en otro sector de la carpa. Se alejó del oso y caminó buscando el sonido. La carpa, después de un estrecho pasillo por el que atravesó, se abría en otro espacio. Al entrar, vio maravillado el tamaño monumental del animal que agitaba su cabeza de grandes orejas de un lado a otro sin dejar que la trompa tocara el suelo. Se acercó lo suficiente hasta sentir su poderosa respiración y, el elefante, al verlo, volvió a proferir su majestuoso sonido, empequeñeciendo la totalidad de los objetos. Alifano tuvo la impresión que le sonreía y comprendió que lo estaba saludando. Estiró su mano con precaución y el elefante se acercó hasta donde le permitieron los gruesos grilletes que lo sujetaban de sus patas; sin poder continuar, alargó la trompa hacia la mano que Alifano mantenía suspendida, logrando sentirla con sus dedos y, luego, con la palma entera cuando ya no hubo distancia. El inmenso animal que parecía sonreírle en el interior de la carpa, despertó en Alifano un profundo cariño. Sin embargo, un grito que se escuchó fuera del toldo rompió el contacto que se había producido entre ambos. Asustado, pensó en salir corriendo, pero luego recordó al monstruo y decidió investigar de dónde venía. Se alejó del elefante y caminó hacia lo más hondo de la carpa. Dejó el interior y se encontró con la parte del campamento que intuyó era la destinada a los artistas de menor rango. La calidad de las tiendas puestas sobre el barro y el cúmulo de palos, fierros y herramientas dejadas en desorden, daba cuenta de ello. Se deslizó unos metros y vio un enorme cartel donde se leía: El show de los espantos. Continuó el recorrido y vio otro anuncio que tenía pintada la imagen de una mujer con la cara llena de barba y, más allá, el de un enano que combatía contra un perro al que le habían colocado una peluca simulando la melena de los leones. Del silencio absoluto, volvió a escuchar aquella horrible voz humana y sintió un profundo terror del odio con el que profería las palabras.
- ¡Arriba John, ponte de pie… maldita sea!
Alifano quiso salir corriendo por segunda vez del circo, pero algo más poderoso en su interior lo detuvo, convenciéndolo de investigar el origen de aquella voz que provenía de un rincón donde había una carpa sucia y desteñida. Se acercó temeroso y colocó uno de sus ojos en una de las tantas rajaduras que había en el toldo. Logró ver a un hombre con una fusta en la mano derecha, golpeando y caminando alrededor de lo que parecía ser un bulto tirado en el suelo.
- ¡De pie John!, pedazo de carne sin forma… ¡Arriba si no quieres que siga rajándote la piel a golpes!
Mientras Alifano se deslizaba hacia otro lugar de la carpa para ver mejor lo que ocurría, sintió la fusta golpear una y otra vez sobre aquello que estaba tirado en el piso. Notó una rajadura de mayor tamaño y se introdujo al interior de la carpa, escondiéndose entre los escombros, a pocos metros del hombre con la fusta. Fijó sus ojos en el bulto que ahora se movía y que intentaba levantarse del suelo con una dificultad enorme.
- ¡Vamos John, un poco más y estarás listo para debutar en esta pocilga!
Alifano al fijarse en el bulto, que ya comenzaba a mostrar sus formas, observó, espantado, que se trataba de un hombre de cabeza enorme y protuberancias gigantescas que le salían por todo el cuerpo. La cabeza era calva, salvo por un mechón de cabellos negros y lacios en lo más alto del cráneo. De ella salían pelotas semejantes a tubérculos, por la nuca y la frente, cubriéndole casi toda la cuenca de los ojos. Su brazo derecho era enorme y deforme, y la mano parecía un brote de coliflores. Sin embargo, el brazo izquierdo era normal y distinguía por su forma delicada y la piel fina de sus dedos. Sus piernas eran gruesas y anchas como si se tratara de las raíces de un árbol. Pero a pesar de su grotesca figura, la criatura no era muy superior a su estatura. No creía en lo que estaba viendo y el horror que surgió de su primera impresión, fue reemplazado por una pena profunda hacia aquel ser extraño y retorcido. Pensó en un disfraz hecho para el show de los espantos, pero cuando vio que había sangre por todas sus jorobas entendió que así era su cuerpo y que lo que tenía delante de sus ojos era el monstruo que había alocado a media ciudad esa tarde.
El hombre de la fusta volvió a golpear al monstruo cuando había logrado ponerse de pie y, al intentar cubrirse la cara para evitar otro golpe, perdió el equilibrio, cayendo nuevamente al suelo y exclamando un ahogado grito de dolor.
- ¡Pedazo de porquería! – dijo el hombre de la fusta, y golpeó, una y otra vez, el cuerpo del monstruo que, una vez más, parecía estar inerte en el piso.
Alifano lloraba desde su escondite y ya sin poder contener más la rabia y la pena, soltó un poderoso grito hacia el odio del hombre que tenía enfrente.
- ¡Deje ya de golpearlo cerdo asqueroso!
El hombre tardó unos segundos en averiguar de dónde venía aquella voz llorosa y quebrada que lo había insultado, y cuando logró descubrir el escondite de Alifano, caminó con rapidez hacia él agitando la fusta.
- ¡Mocoso de porquería, nada tienes que hacer aquí dentro…! ¡Si te agarro voy a golpearte hasta que asomen tus huesos!
Alifano corrió como nunca antes lo había hecho buscando la salida de aquel lugar espantoso. Cayó varias veces al barro entre la oscuridad de las tiendas y los carros que ya exhibían una pequeña luz al interior, y cuando pensó que no podría encontrar nunca más la salida entre los laberintos que formaban las carpas y los escombros, reconoció al hombre del frac en el pasillo por donde se había colado, y corrió hacia él escapando del circo, sin hacer caso de sus regaños.
Cuando estuvo fuera, continuó corriendo preso del pánico, por calles oscuras que apenas alumbraban los farolitos ya encendidos y, al detenerse exhausto frente a una tienda de claro fulgor, se topó con otro cartel del circo donde vio escrito con letras grandes y rojas: EL TERRIBLE HOMBRE ELEFANTE y, más abajo, en caracteres desteñidos y de menor tamaño la siguiente leyenda:
La vida es una continua sorpresa… considere el destino de la pobre madre de esta criatura atacada en el cuarto mes de gestación por un elefante salvaje… atacada en una isla inexplorada de África… el resultado es fácil de ver…
Luego vio dibujado a un ser mitad hombre y mitad elefante y lloró frente al cartel y la tienda que lo iluminaba, dimensionando en su corta edad la inmensa crueldad que puede haber dentro de las personas.
Tres años, más o menos, pasaron luego de estos incidentes que cambiaron significativamente la visión que Alifano tenía del mundo. La mayoría de los diarios ya comentaban la noticia relacionada con el descubrimiento del hombre elefante, ser infortunado que padecía una extraña enfermedad y que había sido encontrado por el doctor Frederick Treves, quien se haría cargo de la criatura, otorgándole asilo y cuidados médicos en el London Hospital, donde, además, ofrecería una charla acerca de la condición de Joseph Merrick, nombre del susodicho, exhibiéndolo en el salón de conferencias del mismo recinto con el fin de extender los conocimientos de la ciencia.
Alifano, al enterarse de la noticia, sintió muy dentro suyo una gran alegría por la persona que había visto humillada aquella vez en el circo, pero no dejó de sentir nauseas del doctor Treves, comprendiendo que ahora el hombre elefante saldría del bajo mundo únicamente para ser exhibido en las altas esferas de Londres.