Karma Madre
Siempre tuvo las mejores intenciones para su hijo, como cualquier madre. Desde el día en que lo aparto de la nada y lo sintió golpear en su interior, comprendió que el amor que había tenido hacia otros seres había sido, a lo mucho, una trivialidad. Con él (no dudaba de su género) sería una mujer completa, realizada en todo sentido. No importaba si no contaba con un marido o alguien para apoyarla, su embarazo era lo único que necesitaba para reducir los intrincados del mundo a nimiedades. Sin embargo al pasar las semanas y mientras el bulto abdominal se henchía en peso y tamaño, en su cabeza empezaron a crecer pensamientos contradictorios. Temía el abandono de su hijo cuando se hiciera maduro, y pese a querer lo mejor de la vida en su norte, sabía que el triunfo (en lo que fuera a dedicarse) podría apartarlo para siempre de su lado. Creyó sentir el dolor de un árbol cuando pierde al primer retoño que le eclosiona y deseó que nunca le fuera bien en nada para no tener que verlo partir y sentir ese desgarro. El mundo volvía a ser riesgoso para ella.
Conforme crecía el embrión el temor de la mujer aumentaba. Cada nueva patada le hacía sentir que sus piernas se hacían fuertes sólo para apartarlo de ella y cada indicio de inocente autonomía que demostraba confirmaba sus temores. Quería que su hijo nunca triunfara, que fuera incapaz de valérselas por sí mismo para que nunca se fuera lejos; en el peor de los escenarios, y si acaso lograba cierta independencia, le fuera momentánea, así terminaría volviendo a su lado y se daría cuenta que jamás conseguiría estabilizarse fuera de su cercanía.
De esta manera el amor incondicional que le tenía comenzó a transformarse en una posesión que debía ser incondicional a su deseo. Él no había sido concebido para irse por el mundo, por el contrario, crecía en su interior para permanecer a su lado. Pero los movimientos dentro de su barriga decían otra cosa, la criatura era demasiado inquieta para pensar en un holgazán sin remedio.
No sabía qué hacer para impedir tal desgracia, no estaba en sus manos, a excepción de seguir deseando su fracaso, esa era su única defensa: arrojar malos augurios al porvenir de su hijo cada vez que diera una patada o realizara algún movimiento. De este modo fue imponiendo un oscuro ritual sobre el niño cada vez que lo sentía golpear en lo más profundo de su abdomen.
Cerca de ahí un joven cuestionaba su suerte. No había resultado ser una eminencia en nada, pero se ganaba sus cosas como cualquier persona, aunque de evaluar sus intentos, su ubicación podría estimarse por encima de la de otros. Maldecía bastante y a veces se quebrada en un llanto solitario al verse atrapado por la misma condición una y otra vez. Parecía que cada vez que iba a conquistar otro nivel algo lo frustraba, dejándolo con una molestia similar a la de un sueño que termina en un despertar abrupto.
Tantas veces vio truncada sus intenciones que estaba convencido que algo lucubraba en su contra. No podía ser que nunca lograra terminar nada o que sus proyectos no fueran aceptados. A esas alturas ya se sentía un idiota, un retrasado metal. Incluso estaba a punto de creer que la única explicación posible para entender su mala suerte se debía a que su inteligencia no era capaz de comprender las cosas del mundo y por ello fracasaba. Simplemente no estaba en sintonía con el modo en cómo funcionaban los demás. Eso era todo, no había un mal sino ni ninguna nube negra flotando sobre su cabeza.
Cuando cerró la puerta de su ex departamento tomo los últimos bultos que le quedaban y se dirigió a la casa de sus padres. Ya ni siquiera se preocupó de saber la cifra de este nuevo regreso.