La niña de cristal
el creador del espejo envenenó el alma humana
fernando Pessoa
La juventud de su vida siempre estuvo acompañada por una fragilidad y delgadez de causa desconocida. Su languidez corporal le impedía desplazarse con naturalidad por cualquier sitio o realizar actos que demandaran una cuota mínima de fuerza, incluso para respirar con normalidad y mantener una conversación después de pronunciar algunas palabras. Su padecimiento, que ni el tiempo ni los recursos empleados por sus médicos conseguía mejorar, no le permitía llevar una existencia normal bajo ningún tipo de interacción cotidiana, debiendo conformarse con los inquietos pensamientos de su mundo interior y la interrumpida compañía de sus padres, que sólo los domingo se daba sin ausencias.
La mayor parte del tiempo lo pasaba encerrada en los inmensos espacios que poseía su casa, siendo el jardín trasero todo lo que conocía del mundo exterior. Se entretenía paseando entre las extensas hileras de arbustos que brotaban debajo de los árboles y, en primavera, el vuelo de los picaflores que se acercaban atraídos por el intenso aroma de las lavandas que crecían por los rincones, la sorprendían como ninguna otra cosa.
Su casa estaba hecha de una aleación de piedra y madera, distribuida su fachada en amplios balcones y terrazas que destacaban de las demás edificaciones de la cuadra, sin embargo, el interior era húmedo y sombrío, absorbiendo la luz del sol producto de las abundantes habitaciones y pasillos que la componían.
Por su enfermedad, casi la totalidad de los objetos existentes en los cuartos habían sido intervenidos, siendo pequeños y hechos de un plástico muy liviano para que los pudiera manipular sin necesitar la ayuda de otra persona. Esta recomendación había sido dada por sus médicos con el fin de estimular su desarrollo y otorgarle mayor autonomía. Sin embargo, existían habitaciones que no habían sido adaptadas y por las que sus padres le tenían prohibido circular.
Su vida era un inmenso espacio de ociosa soledad que lo ocupaba recorriendo la casa con un desplazamiento similar al de los caracoles. Durante las mañanas salía al jardín a sentir el sol en la lividez de su cara o se dedicaba a investigar los cuartos que no habían sido cerrados con llave para hacerse una idea del mundo y de los objetos que utilizaban las personas del mundo exterior. Su curiosidad era activa como la de cualquier niña normal y a diario buscaba alguna entretención que la sacara de su inquebrantable monotonía.
Su casa era un universo inquebrantable y la imagen que tenía del mundo de “allá afuera” se la había formado en base a las pocas cosas que había visto a través de los vidrios colocados en los balcones, las revistas de su madre y los objetos de los cuartos que no habían sido adaptados. El mundo que se había formado no contenía ningún tipo de maldad y sus representaciones eran una fiel copia de la inocencia que habitaba en su interior. Sus padres lo sabían y procuraban que ese extraño espacio creado por su imaginación a partir de la soledad y la fantasía se mantuviera. Ella misma se había convertido en un secreto y la ocultaban de cualquier cosa que pudiera perturbarla. Pero la curiosidad de una niña no es fácil de contener y su mente la impulsaba a buscar en lo desconocido.
Hubo una ocasión en que se animó a explorar un pasillo oscuro y prohibido de la casa y, que antes, había ignorado. Lo recorrió con lentitud hasta distinguir la claridad de un cuarto que estaba al final del trayecto. Al llegar, miró con precaución desde la puerta. La habitación era enorme y la única ventana que tenía era un tragaluz que delataba el interior y los demás objetos que la componían. Observó la amplitud de una cama de estilo románico, dos baúles de tosco aspecto y un armario, de una dimensión considerable, arrimado contra uno de los muros. Sin advertir ninguna clase de peligro, caminó hacia el interior y comenzó a recorrerlo. Fue entonces cuando creyó ver a otra persona desde lo que parecía ser una puerta al fondo del cuarto. Se detuvo un momento y, al agudizar la vista, descubrió que se trataba de una niña de cabello liso y oscuro, muy similar al que ella estilaba. Sorprendida, concluyó que debía tratarse de una invitada que sus padres habían olvidado mencionarle y la saludó con una de sus manos. Vio que la extraña gesticuló al mismo tiempo que el suyo y cuando se acercó para presentarse, notó que su silueta, además de tener una delgadez extrema, tenía sus miembros torcidos a la altura de los codos y las rodillas, confiriéndole un horroroso aspecto. Espantada dio la vuelta y avanzó lo más rápido que pudo para salir del cuarto, pero antes de cruzar el umbral se dio cuenta que los baúles que había visto al entrar, eran los mismos que reposaban al lado de la desconocida. Al girar, volvió a verla desde el extraño marco del que parecía no moverse. Levantó un brazo y vio que la extraña repetía su movimiento; giró la cabeza y, otra vez, vio como la imitaba. Fue entonces cuando comprendió que su propio aspecto había ocasionado el escape de aquellos niños que la habían visto asomada a uno de los balcones, y sintió una profunda desolación al descubrir que su enfermedad no era la única razón por la que sus padres nunca la sacaban de la casa ni recibían invitados. Luego de ese día no volvió a pasar por aquel pasillo y trató de olvidar aquel objeto que la había hecho consciente de su apariencia. Sin embargo, algo en su interior se había roto para siempre.
Luego de aquel incidente, comenzó a leer con voracidad historias de ciencia ficción y libros de astronomía, lecciones que la habían convencido que era de otro planeta y que su constitución estaba hecha para vivir en lugares con una gravedad inferior a la de la tierra. Largas horas pasaba dentro de la biblioteca de la casa, hurgando información para obtener pruebas de su nueva teoría. Sin embargo, se retiraba a su pieza antes del anochecer, para evitar que sus padres la descubrieran rodando por los enormes espacios de la casa y aumentaran sus restricciones.
El techo de su habitación era lo que más le gustaba de toda la casa. Su padre, sabiendo que la astronomía comenzaba a fascinarla, había inventado un mecanismo que, mediante una manivela, le permitía abrirlo y cerrarlo con facilidad, dejando al descubierto una delgada, pero firme placa de acrílico, por la que podía ver el cielo sin quedar expuesta a las ventiscas del exterior. Los mejores momentos de su vida eran durante la noche, cuando manipulaba el mecanismo para ver las estrellas acostada en su cama. Con la luna, sin embargo, mantenía una rivalidad permanente, ya que su esplendor, sobre todo en las fases próximas al plenilunio, le impedía ver con claridad las constelaciones que estudiaba para darle una ubicación al planeta que, pensaba, sería el de su origen. Imaginaba este lugar flotando más allá del cinturón de asteroides, en alguna de las lunas de Júpiter o, quizás, más allá del sistema solar; en regiones jamás pensadas.
Una tarde, mientras se encontraba realizando sus estudios de rutina en la biblioteca, notó, sobre una de las mesas, el grueso lomo de un libro, superior, en todas sus dimensiones, al resto de los textos que allí se encontraban. Sospechó que alguno de sus padres lo habría dejado en la habitación por descuido y, cuando trató de levantarlo, comprobó que su peso era excesivo y que si bien lograba moverlo, debía invertir un esfuerzo extenuante. Creyó que lo mejor sería llevarlo hasta su pieza donde podría ocultarlo y leerlo con tranquilidad antes que sus padres advirtieran su ausencia. Miró el reloj de la pared y calculó que llegarían dentro de algunas horas, tiempo suficiente para trasladarlo sin ser sorprendida. Lo arrojó al piso y lo fue empujando con sus piernas. Cada metro que avanzaba la dejaba al borde de un desmayo, pero la excitación que sentía, además de oxigenar con mayor efectividad la fragilidad de sus músculos, causó que ignorara los riesgos latentes. La casa y las distintas habitaciones por las que lentamente se iba desplazando, se convertían en los únicos espectadores de su penosa tarea.
Una vez que llegó a su cuarto se detuvo frente a él y descansó algunos minutos. Al recuperase, lo arrastró hasta un artefacto empotrado en su velador y que le servía para que pudiera subir y bajar sus pertenencias de la cama sin la necesidad de hacer mucho esfuerzo. La máquina, que se elevaba y descendía imitando las pinzas de una grúa, la manejaba con precisión mediante los botones de un control remoto. Cuando los brazos del aparato llegaron hasta su límite, empujó el libro y lo dejó caer muy cerca del respaldar, luego, lo ocultó con una de las almohadas y se recostó sobre ella esperando que llegaran sus padres.
Su madre fue la primera en pasar a saludarla, la acompañó un rato contándole como había resultado su día en el trabajo y, después de examinar el dormitorio, se despidió con un beso en la frente. Su padre se presentó a continuación, miró algunas de sus cosas y, al precaver que todo estaba en orden, giró la manivela para abrir el techo. Le dijo, con voz emocionada, que aquella sería una noche de luna llena y que su pieza se haría de plata cuando estuviera en el cenit. Al despedirse, le aconsejó que apagara la luz del velador justo en ese momento para que el efecto se intensificara.
Cuando dejó de sentir ruidos por las habitaciones cercanas a su cuarto, descubrió el libro y palpó con sus dedos los relieves de la portada durante unos minutos. Luego lo abrió. Sus ojos comenzaron a deslizarse rápidamente por sus letras y a recrearse con las imágenes que contenía. Su interior mostraba constelaciones y planetas que jamás había visto en los demás textos de la casa. Tuvo la certeza que se trataba de uno de los tomos más valiosos que poseía su padre, aunque su extensión no dejaría que lo alcanzara a estudiar en una noche, corriendo el riesgo de ser descubierta antes de que pudiera terminarlo. Decidió, entonces, que lo mejor sería leerlo hasta que su secreto fuera descubierto, pero un dolor que comenzó a sentir en su espalda la obligo a detenerse. La postura de costado que mantenía para evitar el peso del tomo sobre su cuerpo no pudo soportarla por más tiempo y, por primera vez en su vida, decidió leer de espaldas en la cama sosteniendo un objeto prohibido. Cuando se acomodó en la posición, notó que la luna ya estaba próxima a pasar sobre su pieza y se maravilló con la idea de que mientras estuviera recopilando nuevos datos para precisar la ubicación de su planeta, ésta se iría colocando lentamente en el cenit. Esta vez no le molestó que su esplendor eclipsara las estrellas, por cuanto el libro le permitía leer los astros sin la necesidad de explorar la oscuridad del universo. Al tomar el texto tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poder levantarlo y llevarlo hasta su pecho, aunque al conseguirlo, se dio cuenta que le dificultaba enormemente la respiración. Desesperada, trató de arrojarlo hacia un costado de la cama pero el peso era demasiado y advirtió, nerviosa, que con cada exhalación que salía de su pecho el libro se hundía un poco más en sus costillas, impidiendo, gradualmente, que el aire llegara a sus pulmones con la cantidad necesaria para mantenerla con vida. Cuando la luna llegó al cenit y su pieza se hizo de plata, dejó escapar su último suspiro.