Lía

          Soñaba dentro de mi modesta casa en Alto Hospicio. Era invierno y todo lo demás era la camanchaca entre los cerros fuera de la piecita donde soñaba. El viento frío y seco sobre los arenales. Al menos así lo recuerdo porque casi siempre eran así todas las noches de invierno por esa parte del desierto. Soñaba porque estaba solo la mayor parte del tiempo y de esa forma el dolor se disipaba. Soñaba lo que imaginaba en la vigilia mientras miraba el enorme muro de concreto que había en el patio trasero y que servía para que uno de los cerros no se metiera dentro de la casa. Recuerdo, además, una perrita rubia y corpulenta, cariñosa; una Cocker de largas orejas paseándose por todos los lugares dentro de la casa. Recuerdo esto ahora no sé si por qué estaré viejo o más bien solo, o si por qué aquella vez era joven, pero la soledad era semejante. Lo cierto es que la perrita había sido una de mis últimas compañías en ese entonces. La habíamos rescatado de la calle hacía un tiempo y calculábamos su edad entre los cuatro o cinco años. Digo esto último en plural porque C… fue quien quiso salvarla de la calle antes de que se fuera para siempre de la casa. Regularmente hablábamos y nos divertíamos pensando acerca de su procedencia; le inventábamos historias mientras ella no dejaba de vernos y movernos su colita mocha. Le gustaba comer de todo y brincarse sobre nosotros. Nuestra cama era su lugar preferido, sobre todo cuando nos acostábamos y ella también se subía como si le correspondiera. Me gustaba ver reír a C… cada vez que se quedaba viéndonos fijamente y me decía que la mancha oscura bajo su nariz era similar al bigote que usaba Hitler. ¿De qué lugar vendrás Lía? Le preguntaba siempre que salía al patio a mirar el enorme muro y ella aparecía para estar conmigo. Un perro siempre será un enigma cuando se adopta de la calle, se enferma o le duele algo, no tienen voz para expresarlo. Supongo que todo ello me dejaba pensado en el misterio de su vida, hasta que en una noche de aquel invierno un sueño me aclaró las cosas. Ella vino sin hablarme, mostrándome imágenes que me permitieron ver a través de su memoria. Me enseñó un patio verde, sin rejas, por donde corría junto a unos niños descalzos o se detenía a olfatear o descansar debajo de la sombra de unos árboles. También había cerros, pero distintos a los de esta zona, todos eran de arcilla y por donde no se veía el tono a ladrillo de la tierra el verde lo reemplazaba. Ella corría por estos sitios, por calles adoquinadas y muros de piedra. Me mostraba su barrio cuando era más joven. Escuchaba, incluso, la voz de la que debió ser su dueña, llamándola por un nombre que no pude identificar y que debió ser el primero que tuvo. Eran cariñosos y le daban de todo cada vez que se arrimaba a la mesa donde ellos comían. De noche dormía con los niños y salía muy temprano a olfatear el barrio por la puerta principal que siempre estaba abierta. Entre risas y silbidos sus dueños volvían a llamarla y ella regresaba de lo hondo de una calle. Después hubo un viaje, maletas y movimientos desconocidos, hasta quedar encerrada dentro de un auto junto a todos ellos. En el trayecto sentía mucho calor y somnolencia. Tenía ganas de salir y estirar sus patas por aquel lugar que ahora era un desierto y que veía circular a una velocidad desmesurada. De alguna forma trataba de mostrarme cómo pasa el tiempo en la vida de un perro, pero no logré comprenderla. Sentí un instante de claustrofobia, el calor del aire en su nariz reseca, hasta deshacerse dentro de un jarrito de agua que uno de los niños colocaba sobre el asiento; un alivio momentáneo y después otra vez el viaje; su dueña posando las manos en el manubrio; los niños aburridos acariciándola o enredando sus dedos en los pelos de sus orejas; otros perros ladrando al verla asomar por una de las ventanas. Le agradaba ir sobre algo que la hacía correr más rápido que los demás animales, incluso que un pájaro que vio volar en la distancia hasta perderse en la parte trasera del auto. Sin embargo una desconexión se hizo presente, acaso una interpelación mía que ocasionó una interferencia momentánea. Pero los sucesos no se detuvieron en ese lapso, continuaron avanzando pese a mí inconsistencia ya que ahora me encontraba en un sitio sin saber cómo había llegado. El auto estaba detenido, mi dueña y los niños bajaban y yo iba tras ellos hasta que un olor desconocido desvió mi olfato hacia calles extrañas que de a poco me fueron alejando del almacén donde habían entrado. De pronto ya no supe dónde estaba. Siempre fui curiosa, pero nunca me había desorientado de ese modo. Luego fueron pasando los días y con ellos el hambre que no había sentido. Los basureros se convirtieron en un oasis y yo me volví una sobreviviente, porque eso debe hacer un perro cuando se queda solo. Dormía enroscada sobre la arena o a los pies de alguna casa donde encontraba el agua. Mostraba mi simpatía y sumisión a las personas para que me alimentaran, aunque muchas veces terminaban corriéndome de las rejas colocadas afuera de sus jardines; no sabía hacerlo de otra forma. Me guarecí entre manadas de perros desconocidos, pero también escapé de otras que furiosas se abalanzaban sobre mi cuando aparecía por alguna calle sin saber que les pertenecía. El recuerdo de mi familia, a ratos, se desvanecía en la sequedad y el polvo de este lugar que tan bien conoces, pero la pena me devolvía a ellos. El sol y el frío pertenecen a la pampa, y yo me protegía a la sombra de los muros o bajo los autos detenidos. Mis recorridos se hacían interminables, aunque siempre terminaba en los mismos lugares a los que comenzaba a acostumbrarme. Nada era como yo recordaba, hasta que unos brazos me alzaron y me devolvieron al cariño que sentía tan lejano... Era C… quien me levantaba y cuando me volteé para lamer sus mejillas, la emoción de volver a ver su cara tan de cerca me despertó en la solitaria realidad de mi pieza. Entonces supe cual era tu historia Lía y entendí porque te ponían intranquila las maletas o saltabas dentro de la cama para acomodarte entre nosotros o buscabas comida en la basura cuando ya no te hacía falta. Ojala estuviera C… para contarle todo y explicarle a que se debían tus mañas tan curiosas de las que siempre nos reíamos sin lograr entenderte. De nosotros también te quisiste arrancar varias veces, pero ahora entiendo que lo hacías porque volvías a recordar tus días libres en tu otro hogar, donde podías salir y regresar a voluntad usando aquella puerta que siempre estaba abierta, pero nosotros no entendíamos eso y la cerrábamos, te cuidábamos para que no te fueras o te pasara algo. De a poco también te fuimos cambiando o creando nuevos recuerdos; los días de playa tras tu pelota o las conchas de las almejas que te arrojábamos y que tanto te gustaba perseguir y morder hasta romperlas. De a poco le fuiste perdiendo el miedo al mar hasta bañarte tu sola y buscarlo cuando el calor era excesivo y estaba en todas partes. Éramos felices o al menos yo lo era. Después no supe más de ustedes, primero de C… y luego de ti, cuando tiempo después, te fuiste con ella a otra ciudad y yo me quede solo mirando el enorme muro del patio trasero. Pero ahora está oscuro y silba el viento a través de una de las ventanas de la piecita donde dormías con nosotros. Afuera el desierto y la camanchaca entre los cerros, y yo aquí dentro despertando de un sueño.

 

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