- No sé por qué me gustará verlo andar con aquellos cepos que cargan sus piernas…
Por el plano de la playa lo vio alejarse: los pies en el agua cristalina, los dos cepos: negras bolas de hierro ensuciando la transparencia...
Había un sol de mediodía entibiando la soledad de la playa. Ella estaba sobre una roca, sentada, sin dejar de verlo: su constreñido andar lo abarcaba todo; el paisaje había dejado de existir delante de sus ojos.
- No sé por qué me gustará verlo caminar de esa forma...
Pequeños e innumerables destellos aparecieron sobre el agua, el océano era un prisma, la luz se fragmentaba, mientras él continuaba arrastrando sus piernas con el mar hasta las rodillas, alejándose sin saber dónde...
- Es imposible que deje de mirarlo...
Los movimientos se ralentizaban, la escena se iba haciendo una fotografía: ella sin dejar de ver y él apenas avanzando, casi petrificados. Dos estatuas de sal sobre la inexistente rotación de la tierra. El sol era una bola incandescente detenida en la alta curvatura atmosférica. Aparecía el infinito a causa de una inmovilidad cada vez más notoria, como la de dos barcos que en la lejanía parecen no acercarse.
Los destellos sobre el agua quedaron fijos, las olas se detuvieron antes de caerse en la costa, congelando sus elipses en la extensa superficie oceánica.
- No sé por qué me gustará verlo andar con esas cadenas que arrastran sus piernas... – volvió a repetirse.
Barcelona, enero de 2019