Lluvia de artificio

          Giro la manilla de la ducha y espero un rato para que las gotas que caen se pongan incandescentes mientras escucho como golpean el fondo de la tina, luego regulo sus grados con la llave del agua fría, las palpo, cuando ya están sobre la temperatura corporal, pero bajo el nivel de quemado, me coloco bajo ellas. Una especie de nirvana, quizás lo mejor de las 17 horas de vigilia, comienza. Me abstraigo, imágenes de holgura llenan el interior de mi cabeza azuzadas por el efecto de las gotas que se estrellan en la nuca y en la espalda a razón de una por milímetro cuadrado, mismas que en conjunto decantan por la piel para desaparecer en el ducto del desagüe. Otras se evaporan, creo intentan un escape, aunque las paredes del baño se lo impiden dejándome dentro de una nube. Abro la pequeña ventanilla que está al lado del muro de la ducha para despejarla: afuera se ve una parte del desierto encerrado en una esfera de invierno. Me siento guarecido dentro de la ducha, pero más allá de mi interés por el clima, vuelvo a observar el intento de escape del agua. La nube empieza a salirse por la ventana. Noto que las gotas se volatilizan para huir del desagüe, le temen, sin embargo las ráfagas heladas que pasan y entran por ahí se lo impiden. Algunas logran hacerlo, aunque el frío las solidifica y las hace caer del vapor en la arena del desierto; las que no, son devueltas y transformadas en gotas más pequeñas que también terminan siendo devoradas. Al cerrar las manillas distingo que ninguna tiene suerte. El efecto termina con el sonido del drenaje tragándose el último charco de agua. 

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