Sistema colectivo

            Toma el sencillo de un pasajero, lo cuenta y lo deja caer sobre el resto de monedas que lleva en uno de los posa vasos cerca de la palanca de cambios haciendo un pequeño estruendo. El trayecto que le indica es cerca: unas cuadras y después girar a la izquierda. Al doblar, un agujero que no logra esquivar los mueve de un lado a otro dentro del auto produciendo un fuerte sonido en el chasis. Recuerda que fue ahí mismo donde reventó una de las llantas hace algunos meses. Que porquería de ciudad, vuelve a repetirse como en aquel entonces.

            - ¡En la esquina por favor!  -  lo distrae la voz del pasajero.

            Para un instante y continúa cuando siente el portazo. Sus puertas nunca han sido tratadas con esmero. El cartelito de cierre suave que lleva pegado en cada una de ellas parece ser un aviso colocado en una tierra de analfabetos. Dobla después por la siguiente calle y se detiene obedeciendo la luz roja del semáforo. La monótona reacción que debe realizar cada vez que aparecen los colores en el poste lo han convencido de ser un autómata programado para responder según el tono percibido: el rojo para detenerse, el verde para ponerse en marcha. La luz amarilla, sin embargo, le permite hundir o sacar el pie del acelerador con mayor libertad cuando asoma colgando del semáforo. Una desprogramación de centésimas que le concede reaccionar como un ser humano.

            Cuando la luz cambia, pisa el embrague y mete primera. Las ruedas delanteras se inclinan un poco hasta colar la totalidad del auto en una de las grandes avenidas que aplastan el paisaje. Pasa a segunda, luego a tercera. Al igualar la velocidad de los demás vehículos tiene la impresión de que ninguno se mueve. Se distrae por la ventanilla mirando una larga cabellera que se desordena sobre una cabeza que lleva unas gafas oscuras. El pelo parece ser lo único animado de toda la imagen. Le siguen dos bracitos que desaparecen por dentro de la puerta a la altura del codo y que reaparecen al llegar al manubrio. La imagen de la mujer queda desecha cuando dos luces rojas se le clavan en la vista al mirar hacia el frente. Con rapidez un reflejo le permite hundir el pie en el pedal del freno salvándolo de colisionar con el vehículo de adelante. Un chirrido posterior le advierte que el que venía tras suyo experimenta la misma reacción. En el desconcierto, nota como tres pares de ojos (incluidos los suyos) se buscan a través de retrovisores y parabrisas. Los vehículos de más atrás los apuran tocando bocinas mientras otros los adelantan. Una vez recuperada la calma, el primer chofer reinicia la marcha, él continúa y así los siguientes. Todos en una perfecta sincronía regulada por el cálculo de la distancia que hace que sus pies se hundan o salgan del pedal según la velocidad del que va por delante, repitiéndose esta secuencia hasta llegar al último conductor de la fila. Piensa que al final todos los autos son parte de una misma falange que se mueve con la precisión que se observa en las patas de los ciempiés, aunque a diferencia del insecto, en las calles bastaría la distracción de un solo conductor para perturbar el esquema. Comienza a imaginar a los autos como las piezas de un juego de dominó colocadas en hilera: bastaría que uno solo golpeara al que tiene por delante para sacarlo de su inercia y desencadenar la catástrofe.

            La primera prueba ocurre de manera espontánea. Frena de pronto para asistir a un pasajero que aguarda en la calzada y sin tardar un segundo el chirrido secuenciado de cuatro, ocho, doce llantas se escucha en la parte trasera de su auto. Por el retrovisor distingue tres vehículos a punto de colisionar. Bocinazos e improperios se elevan por la pista hasta que el cliente lo aborda y la marcha se reanuda exigiendo una nueva adaptación a la hilera de choferes detrás de su vehículo. Le oye decir algo al pasajero sobre unas bestias, aunque no tiene intención de abrir el diálogo. Se concentra en la poderosa intervención que acaba de realizar. Visualiza su auto moviéndose con independencia del flujo vehicular y comprende el impacto que puede generar en los demás con el simple acto de pisar el freno en zonas de alta afluencia. La imagen de las piezas de dominó golpeándose otra vez se le dibuja en la cabeza.       

            Al día siguiente se interna en la ruta con la indiferencia de cualquier chofer que circula por las calles. Sin embargo no toma pasajeros, estudia el comportamiento de los demás autos que parecen obedecer un orden superior, moviéndose sin cuestionar la gran fuerza que los dirige.

            Al llegar a un semáforo en rojo decide efectuar su primera prueba. Deja su auto detenido varios segundos después de dar la luz verde y nota como una parte del flujo comienza a apretarse tras suyo mientras otros asoman la punta del vehículo para pasarse al carril de al lado. Una especie de coagulo empieza a obstruir el torrente vehicular. Uno de los conductores de la fila es más temerario y decide cruzarse sin mucha precaución quedando atravesado en ambas pistas. Las bocinas prontamente se convierten en un gran y único bramido. Cuando reanuda la marcha observa por el retrovisor un taco descomunal que vuelve a quedar detenido por el cambio a luz roja. Su primera intervención se concreta.

            Esta misma prueba la lleva a cabo una vez más, pero en esta ocasión opta por moverse muy despacio una vez que el semáforo cambia a verde. El resultado que observa por el retrovisor es el de cientos de gesticulaciones iracundas y de choferes a punto de morder el manubrio viendo frustrado su avance. Los bocinazos esta vez se convierten en un potente estruendo de victoria.

            Al caer la tarde se arrima a unos estacionamientos cerca de la playa, destapa una bebida y se queda mirando el tránsito vehicular mientras las demás personas que pasean por el malecón admiran la llegada del ocaso. Una extraña sensación lo colma gratamente. 

            Entra en la ruta un poco después de lo acostumbrado esa mañana. La noche anterior se agita en torno a una estrategia que no consigue delinear. Los ratos que logra dormirse son interrumpidos por bocinazos que lo asediaban dentro de un túnel, despertándolo en la oscuridad de su cuarto. En medio del caos mental una idea vocifera en su cabeza: “Piensa en ir lento, en hacer una fila…” después cae en un profundo sueño.

            Toma algunos pasajeros, deja otros, se mantiene activo haciendo su trabajo sin interrumpir el fluir de la falange. Todas las hileras de vehículos llevan sus motores al mismo ritmo. El ruido de los capós no difiere de los de al lado ni de los que van por detrás y delante suyo. Brazos y piernas se mueven en los artefactos de las máquinas regulando la pequeña diferencia de velocidad que debe existir para no impactarse e interrumpir el flujo. Embrague, cambio de marcha, aceleración, freno. La hilera de vehículos avanza por la ruta siguiendo ésta perfecta sincronía. El  taxista se hace parte de ella. Nota como sus brazos se mueven al mismo tiempo que el de los demás choferes de manera automática. Piensa en lo fácil que es ser persuadido por la falange, años de oficio sin cuestionar sus imposiciones son difíciles de ignorar.

            Enciende la luz de viraje hacia el costado derecho. De pronto una vocecita que surge del asiento trasero le hace dar un brinco.

            -  ¡En el próximo cruce por favor!  -

            Por el retrovisor ve a una mujer que le sonríe. No recordaba llevar un pasajero. Al bajarse se despide cerrando con suavidad la puerta del auto. El taxista, asombrado, se queda un rato detenido. Evalúa una posibilidad que luego descarta. Después vuelve a internarse en el flujo. 

            - “Piensa en ir lento, en hacer una fila…” - le recuerda la voz de aquella noche delirante que otra vez se manifiesta. 

            Reduce la marcha sin pisar el freno. El vehículo de adelante comienza a alejarse, los que van tras suyo se acercan. La fila en la que impone su ritmo se aprieta, algunos lo adelantan. Vuelve a acelerar igualando la velocidad de los autos que van por delante. Observa como los que van detrás lo imitan, volviendo a aflojarse. Luego vuelve a reducir la marcha. Las primeras bocinas empiezan a sentirse. Después pisa el acelerador con más fuerza y en cuestión de metros clava el freno hasta el fondo del taxi sabiendo que él podría llevarse el primer golpe. Un chirrido, dos, tres, cuatro… parece salvarse. El humo y el olor a goma quemada surgen, pero ningún impacto. Un quinto y sexto chillido se suma a los anteriores, luego una pausa, un silencio que se estira hasta cortarse en una colisión que se escucha varios metros atrás de la hilera. La pieza de dominó que buscaba la encuentra. Ahora toda la fila viene de vuelta haciéndose añicos: seis, cinco, cuatro… el taxista se pone en marcha.

          Al mirar por el retrovisor mientras se aleja, ve como el poder de la falange queda reducido a una amalgama de metal que resplandece bajo el sol de verano.  A sus espaldas el flujo finalmente queda detenido.                 

 

                              

 

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