Tierra de indigencia

I

Lo despertó la frescura de la brisa, se desperezó los ojos y miró por la entrada de la casa. El mar estaba calmo, varias goletas flotaban en la cercanía y en hilera algunos pelícanos planeaban a los lejos. Es un lindo día, pensó. Puso a calentar agua y mientras esperaba se sentó a mirar lo bello del paisaje. Por un momento se sintió el hombre más afortunado del mundo hasta que recordó que no tenía nada para hacerse. Tomó un tazón viejo que halló entre sus cosas y se preparó para abandonar la ruca cercana a un borde del puerto.   

 

II

Por las direcciones que caen en el centro de la ciudad, lugar en que la gente medita la ropa y los ejecutivos alimentan los edificios con burocracia; a él se le ve caminar con el color que le tiñe la cuneta, el de la mugre acumulada en las esquinas donde busca el trozo de madera o cartón que pueda calzar en el agujero de la vivienda que construye. 

Hace mucho que dejó de importarle que los demás lo destacaran por la tosca apariencia que el descuido le fue dando. Hace mucho que el desdén no le afecta, siendo indiferente a la multitud mientras camina por Tarapacá con Baquedano.

 

III

Un basural, los escombros, el desecho; es la única caridad que recibe de una ciudad que prospera arrojando inservibles en los espacios desolados. 

Desde la marginalidad él ve la espalda del progreso, encontrando asilo en el borde costero, los sitios yermos y vertederos clandestinos. 

 

IV

Busca en la calle lo que nadie más busca, sus ojos son hábiles para escudriñar los rincones donde puede hallar la utilidad del objeto que para otro se conviertió en desperdicio. Se desplaza guiando un coche que encontró en la intemperie, y como se ha hecho un experto en sacar provecho a lo que nadie más usa, lo utiliza para acarrear los objetos que todavía no han llegado a ser mugre. Es un acérrimo superviviente y sabe hacer con los escombros lo que la ciudad todavía no sabe hacer con ellos.  

 

V

En lugares donde la ciudad parece terminar y el concreto no fue capaz de proyectar nada más hacia el cerro o el mar; precarias moradas intentan sobrevivir a lo agreste, revelándose en la desolación, entre la tosca envestidura del paisaje. 

Sus muros y techos creados con cartón, madera de segunda y frazadas roidas, se aglutinan formando un pequeño cuartucho que basta para inhibir los desagrados del clima. 

Su ubicación, tímida a las conglomeraciones, aunque glotona por zonas olvidadas donde se amontonan los desechos, permite que el decaído cuchitril se robustezca, creciendo con cada objeto que de la ciudad llega a los faldeos del cerro o a las rocas del borde costero. 

Es así como él, lentamente, coche tras coche, va levantando su sitio a partir de la absoluta carencia. 

 

VI 

No leen el tamaño aumentado en las letras de la primera plana del diario, no hay mucho relieve para ellos dentro de ese espectáculo. De la radio, algunos han tenido la fortuna de pillar alguna que todavía sintoniza, los que no, simplemente untan oreja cerca de algún lugar donde suena algo que les divierta. Sin embargo, lo que otros leen o escuchan con aprobación, ellos lo viven con espanto, cuando mandatos municipales permiten que el desecho que hicieron casa se queme o vuelva a los vertederos, destruyéndoles el único recurso que conocen para refugiarse de la marginación en la cual viven.         

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