Un adorno muy antiguo
[ Imagen: Cata. González ]
Llegó casi blanca de polvo, de un alba pétrea hasta las uñas. En sus manos pendía un objeto, no dudé que era de alguna ruina perdida.
Tenía la costumbre de recolectar artefactos añosos que le dieran una fragmentada visión de la época. Sus tesoros les llamaba, y le obsesionaban las formas que el paso de los años testimoniaba en sus contornos. Este último era un trozo de madera, pero no de cualquiera, asemejaba un pilar de esos que estilan los balcones en balaustrada, aunque de proporción menor. Cuando le pregunté qué era, me dijo que se trataba de una parte de la estructura rectangular que los pampinos usaban para demarcar el sepulcro de sus difuntos (no soy supersticioso ni creyente, pero algo morboso debe haber en alguien que se interese por un adorno de ese tipo, aunque lo justifique algún interés estético). Le advertí que la zona era una fábrica de espantosas historias relacionadas con los objetos que habían sido extraídos de las salitreras abandonadas. La gente creía que todos estaban cargados y que por la misma razón no debían moverse. Se conocía la historia, continué, de una anciana que había perdido a su esposo de manera misteriosa; el desdichado, después de llegar a su casa con una pala oxidada dejó de tener la conducta que antes lo caracterizaba: cavaba agujeros en el patio y la excesiva atención, hacia voces inaudibles para el resto, lo volvieron huraño. Contaba, además, que debió cambiar de dormitorio ya que durante las noches no dejaba de balbucear frases incomprensibles que eran cortadas por gritos repentinos. Una mañana, cuando lo fue a despertar, no lo encontró por ninguna parte de la casa. Descubrió, finalmente, que la reja de entrada estaba desbloqueada y la herramienta tampoco estaba. Su esposo no se volvió a ver por el pueblo pese a la intensa búsqueda que se extendió durante 3 meses aproximados. Algunos testigos, trasnochados casi todos, mencionaron que el día del incidente lo vieron caminar durante la madrugada, todavía de noche, en dirección a una de las salitreras, aunque no encontraron nada cuando la búsqueda se concentró en ese sitio.
Al terminar la historia, me miró con una sonrisa y me dijo que esos cuentos los inventaba la gente del pueblo para evitar que los saqueadores deterioren el patrimonio descuidado por las autoridades. Le había respondido, amistoso, que era posible, pero por lo visto una historia como esa no serviría para impedirle la sustracción de objetos antiguos. Sin haber entendido mi comentario, me expresó, malhumorada, que sólo había tomado una parte que se había desprendido de manera natural de la estructura, y eso era muy distinto a destruir o profanar. Su enfado me aconsejó no seguir con el debate.
Cuando terminamos de cenar fui el primero en irme a acostar. Ella se quedó observando el adorno en su taller como dictaba su costumbre.
Esa noche dormí mal. Después de sentir que ella se metió a la cama, sin saber la hora, tuve un sueño extraño ligado a las salitreras. Era el integrante de un funeral que se realizaba en la pampa, y aunque acompañaba a las personas en la procesión que se realizaba por un sendero improvisado sobre unos peñascos de sal, ellos no lograban verme. Una vez que llegábamos al cementerio erigido a los pies de un cerro blanco, y que parecía estacado por cruces de madera, los ritos de entierro comenzaban: oía la música salir de instrumentos dorados y veía a mujeres arrojar coronas de flores hechas de latón a la tumba. Al culminar la ceremonia, todos regresaban en silencio a sus casas por el mismo camino, y pese a ir detrás de la fila, no conseguía reunirme con el grupo por más que apuraba el paso. Finalmente me quedaba solo entre sepulcros y cruces amontonadas, dando vueltas para buscar una salida, aunque siempre terminaba en la misma tumba donde el ritual acababa de celebrarse...
Me costó despertar al otro día, cuando lo conseguí, vi que ella ya se había marchado. Al dirigirme a la cocina descubrí una nota donde me indicaba que se había llevado mis llaves para sacarles copia. El hecho me pareció raro por cuanto siempre mantenía sus cosas en un orden estricto, preocupándome de no tocar ninguna de sus pertenecías para no incomodarla. Después de arreglarme para irme al trabajo busqué mis lentes de sol en la mesita de entrada, aunque tampoco logré encontrarlos pese a registrar en todos los cuartos de la casa.
Cuando nos volvimos a ver, después del trabajo, me contó que le había parecido muy extraño lo de sus llaves y que estaba segura de haberlas dejado en la mesita de salida antes de irse a la cama. Le conté lo parecido con la historia de mis lentes y le pregunté si no los vio cuando dejó las llaves. Me dijo que no se había fijado y agregó que era una lástima, que al menos una copia de llaves no salía tan cara. La miré riendo con sarcasmo.
Esa noche preparé salmón para cenar, aunque tuvimos una pequeña discusión. El vino no pudo airearse por causa de un descorchador extraviado. Me culpó, sin pensarlo mucho, diciendo que todo en la casa se perdía por mi culpa. Molestó, agregué, que a ella no parecía costarle mucho ser una desconsiderada la mayor parte del tiempo. La cena terminó en un insípido silencio. Al rato se fue al dormitorio no sin antes dejar con brusquedad mis llaves sobre la mesa de cocina en evidente represalia. Yo me quedé viendo televisión en el sillón del living. Después de algunos minutos, sin nada interesante que seguir, comencé a dormirme. Con los ojos, todavía entreabiertos, distinguí que la oscuridad era revestida por un azul oscuro que proyectaba la tele, sacando una sombra alargada y movediza de casi todos los adornos. No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado de letargo, entre un sueño y una vigilia poco definidos. Fue en esa condición cuando noté una anomalía en una de las sombras que alcanzaba la mesa de cocina. Creí ver una mano, después parte de una silueta escondida en la penumbra. La presencia o alucinación, o lo que haya sido, movía las llaves, arrastrándolas hacia sí. Sentí espanto y, al reaccionar, vi como rápidamente volvía a desaparecer, entrando en el halo oscuro que proyectaba el adorno. Encendí la luz de un salto y así la dejé el resto de la noche. Sin embargo, y pese al susto que siguió retratándome horrendas formas en la cabeza, conseguí sumergirme en un sueño profundo, lejos de la superficie donde nadan las pesadillas.
Al otro día desperté sin pensar mucho en lo ocurrido, explicándome todo producto del estado de ensoñación. Me sentía enérgico y animado. Puse la tetera y me serví un café. Afortunadamente las llaves, que aún estaban sobre la mesa, terminaron por diluir mis dudas. Ella apareció unos minutos después, se sentó cerca de mí con un tazón en las manos, no me dijo nada, sólo nos miramos y después reímos. Me contó después de un rato que había dormido muy mal por culpa de un sueño reiterativo. Le dije que no le diera importancia, que la cabeza se divierte creando espejismos. Todo iba bien hasta que una molestia se opuso. Con enfado me preguntó por qué había movido la pieza del cementerio de su taller. No sabía de qué me hablaba, le dije que no había entrado en su taller. Cuando apuntó hacia la mesa de centro del living noté, atónito, que ahí estaba, colocada de manera vertical, como un pequeño obelisco. Le dije que no me explicaba que hacía ahí, que tal vez ella misma la había movido por error. Cuando volví a ver el adorno, me di cuenta de algo extraño, la figura que había visto la noche anterior provenía de la sombra que proyectaba. Al rato se levantó de la mesa, lo tomó y se dirigió a su taller para guardarlo sin articular otra palabra. Hacía mucho que no la veía tan molesta, aunque no tenía cabeza para pensar en nada más que no fuera la presencia moviendo las llaves detrás de la sombra.
Tenía libre ese día. Cuando se fue se despidió con un beso lejano. Me quedé pensando en el adorno y su misteriosa aparición en el living, en la presencia que había visto aquella noche y en las historias que contaba la gente. Sin duda había una relación. Las cosas comenzaron a desaparecer de la casa el mismo día que había llegado el artefacto, con mayor frecuencia al menos. Luego imaginé al esposo de la anciana caminando de noche por el desierto con la pala que había sacado de la salitrera. Su intención era devolverla, aunque no me podía explicar las razones que lo llevaron a salir a esa hora de su casa y menos el motivo de su desaparición. Quizás qué fuerza extraña lo hizo caminar por el desierto en plena oscuridad, como un poseso, moviéndose por una voluntad ajena. De pronto recordé que ella me había dicho que no durmió bien aquella noche, que un sueño se le repetía... Volví a pensar en el anciano llevando la herramienta a su lugar de origen... la Imaginé haciendo lo mismo con el adorno... Ella misma tuvo que ser la que lo sacó del taller aproximándolo a la puerta de salida. Era el sueño, o la pesadilla, lo que los había puesto en una marcha involuntaria.
En la tarde me llamó al celular. Su voz era cordial. Me preguntó si estaría en la casa para abrirle la puerta. Cuando le pregunté el motivo, me contó, avergonzada, que otra vez las había perdido. Un pequeño espasmo me mordió la espalda. Le dije que no se preocupará, que la esperaría. Al llegar la noté extraña, su expresión era otra, su cara, aunque no sabría especificar que tenía. Nos sentamos a la mesa y me explicó que no sabía qué pasaba. Me contó que ese día en el trabajo nada le resultó, que el computador parecía haberse puesto en su contra y que no pudo encontrar ninguno de los archivos donde mantenía sus avances, que incluso había información de una compañera que no tenía por qué estar en sus documentos. Le pregunté si se lo había mencionado. Me dijo que sí, y que para su sorpresa, sólo le mencionó que no sabía de que estaba hablando, tratándola como a una desconocida. Me quedé pensando un tiempo. No me animaba a contarle lo que creía de todo. Después de un rato de silencio me preguntó por mis lentes. Mi respuesta fue negativa.
Volvimos a cenar sin hablar mucho, aunque era evidente el diálogo que necesitaba salir de la tensión. Le pregunté finalmente que pensaba del adorno. Me miró con una especie de pánico, aunque no estoy seguro, luego habló. Me dijo que la asustada y que también recordaba su sueño, que no había querido decírmelo para no quedar como una tonta. Comenzó explicando que estaba en la casa, pero que no era la misma. Que incluso veía a un tipo en el living, pero no era yo. Sus facciones no alcanzaba a identificarlas, se escondía en la oscuridad. Luego veía que movía su mano, le indicaba su taller y luego una mesa que estaba en la cocina donde veía unas llaves. Su narración me iniciaba un fuerte pavor. Entraba al taller, como dominada por la presencia, aunque sin dejar de tener un miedo terrible. Tomaba el adorno y después iba por las llaves. Al sujetarlas sentía un frío polar por todo su cuerpo, como nunca sintió, luego se desvanecía. Terminó su relato diciéndome que ese sueño se le repitió unas cuatro veces aquella noche. Quedé petrificado, una horrible semejanza dominaba nuestro inconsciente. Ella me miraba aterrada. Le conté mi experiencia, aunque ahora dudaba. No sabía si era ella o la presencia lo que vi. Nos abrazamos, la sentí llorar sin querer soltarme. Cuando se calmó le propuse que devolviéramos el adorno al lugar de donde lo sacó, había una indeseable coincidencia en todo lo que nos ocurría desde que lo había traído. Estuvo de acuerdo y me preguntó si con eso todo acabaría. Le dije que estaba seguro, pero no tenía ni remota idea.
Antes de irme a dormir, puse el objeto en una bolsa y lo llevé al antejardín. Cuando llegué a la pieza vi que dormía. La abracé con cariño al acostarme y volví a caer en un sueño profundo, lejos del sonido y la luz, por donde la conciencia no es necesaria.
Salimos antes del sol, nos detuvimos a comprar agua y continuamos. El adorno lo había sacado de una salitrera que se encontraba al Este de la ciudad, a unos 120 km por la carretera. Después había que desviarse y tomar un camino de ripio que conducía al lugar. La salitrera se encontraba en la depresión intermedia, entre las lomas de los cerros de la cordillera de la costa.
Viajamos a prisa. Durante el trayecto vimos el despunte del sol y la coronación de las montañas. El paisaje se hacía de un dorado intenso. Extrañé mis lentes. Comenzaba a hacer calor. Ella viajaba en silencio con los ojos puestos en el paisaje. Yo rogaba que todo acabara de buena forma. Mencionó que sentía agrado de estar conmigo por esa zona, que no quería explorarla nunca más sin mi compañía. Su comentario me alegró, le respondí que así sería. Nos detuvimos en un cruce y tomamos la pista de la derecha, en dirección al Sur. En poco rato pasamos por el primer pueblo habitado. Se notaban pequeños tintes de modernidad en alguna de sus construcciones, pero no bastaban para quitarle lo pintoresco. La carretera le pasaba justo por el medio. Alrededor se veía el comercio emplazado en casas de pino Oregón, único material que parecía no deteriorarse con el clima infernal de la zona. Después de la plaza dejamos el pueblo atrás, algunas casas seguían apareciendo hasta que el desierto volvía a imponerse. El calor era cada vez más fuerte. Expresó que ya no faltaba mucho cuando vio que me pasaba la mano por la frente. Le sonreí con cariño. Por fuera del auto empezaban a verse costrones de sal cada vez más abundantes. Pasamos tres cruces enormes que estaban colocadas en una bifurcación de la carretera, por el costado izquierdo. Nuestro objetivo, como ella me esclareció, quedaba a unos 20 Km. un poco más al Sur. El paisaje se tornaba hipnótico. Cuando pasamos un cartel, donde ya no se descifraba nada, me dijo que tomara el próximo desvío que viera por el lado derecho. Noté de inmediato el camino de ripio. Nos adentramos en él. La ruta era estrecha y por los bordes solo se veían peñascos de sal amontonados. Subimos por una loma no muy alta y cuando comenzamos el descenso me indicó la salitrera. Con dificultad se veía a lo lejos, guarecida entre los cerros. Parecía ser una pequeña ciudad acribillada por un diluvio de proyectiles. Cuando nos acercamos vi muros corroídos hechos en sal y adobe. Había bastantes. Me sentí dentro de un laberinto blanco de paredes demolidas. Luego se abría un espacio, lo que debió ser la plaza, y al frente un edificio derrumbado de mayor envergadura. Era la iglesia, me dijo. Estacionamos cerca de ahí y bajamos. Sonrió cuando le dije lo rebuscada que era para todo. Tomé el objeto y la seguí, intuí nos dirigíamos al cementerio. Mientras caminaba me comencé a sentir extraño, difuso, me dio una sensación magnética por el cuerpo. Consulté mi reloj y vi que no se movía. Quise contarle, pero no estaba delante de mí ni en ninguna parte. Grité varias veces su nombre, pero no hubo respuesta, sólo un eco abriéndose paso entre los muros caídos que me rodeaban. Continúe por el mismo sendero hasta que distinguí al fondo de una parte del laberinto un cerro con el lomo lleno de cruces. Creí verla mirando una de las tumbas, aunque no me explicaba cómo había hecho para llegar tan pronto. Me desvíe por otro camino para acortar la distancia y fue ahí cuando me di cuenta que el lugar era casi idéntico al que había soñado. Una angustia se me impuso, apresuré el paso y cuando volví a mirar al cerro vi que ya no había nadie. Seguí ascendiendo, el sendero desaparecía entre los costrones de sal. Al llegar, se me dibujó la imagen creada en la pesadilla. Quedé aterrado. El cementerio se erigía en una loma blanca, sus cruces de madera me asediaban por cientos. Era la sal lo que le daba ese tono. Entre la desesperación que me aturdía logré fijarme en un sepulcro hecho con partes muy similares a las del adorno, sobresalía del resto. Cuando llegué supe de inmediato que era el que buscaba, le faltaba un componente. Quise poner el adorno en su sitio para terminar con todo, pero percibí que ya no estaba en mi mano. Estaba seguro que lo traía. Agachado, escudriñé por los alrededor, entre cruces y losas, pero lo que encontré me dejó paralizado: mis lentes y las llaves perdidas yacían sobre una lápida cuyo desgaste no dejaba ver su inscripción. Dos objetos muy nuevos posados sobre uno antiguo. Parecían ser las ofrendas que alguien le deja a un muerto. Todo esto tenía que ser broma suya. Quise convencerme de ello, pero algo muy profundo me aseveraba otra cosa. Corrí hacia el auto, a la iglesia, entre el camino adoquinado de sal, hacia la ruina más elevada del laberinto, pero no estaba. Volví a buscarla, a gritar su nombre, pero no aparecía. Cuando doblé por una esquina, entre tantas, me encontré de cara, otra vez, con el cementerio. El sol declinaba. Pensé en ella, en nuestra casa, y comprendí en el espanto de aquella desolación que no volvería a encontrarla.