Vida paria
La primera vez le pasa estando en la pieza, se colocaba los pantalones cuando, de pronto, Laura entra y le apaga la luz dejándolo a oscuras. Antes de marcharse, Octavio le hace saber que aún sigue en el cuarto. Las disculpas de su mujer no tardan en llegar con su vocecita llena de risa y vuele a encenderla. Lo curioso es que este comportamiento de Laura comienza a reiterarse. Uno nuevo ocurre mientras se abotona la camisa, otro, al colocar el cinturón en los pantalones y, el siguiente, mientras se embutìa los zapatos. De esta manera Laura juega con la luz hasta completar casi toda la indumentaria de Octavio en pocos días. Cuando ve que el asunto se va perpetuando, Octavio le pregunta si le ocurre algo; le explica que hasta la broma más sublime pierde su encanto con tantas repeticiones. Laura le responde cariñosa que nada, pero que apaga la luz creyendo que no estaba en la casa. Octavio le pide que en una próxima su examen sea más riguroso, además, le indica que ella ya debería saber que él siempre es el último en salir de casa. La intervención no cambia mucho las cosas, Laura continúa dejándolo sin luz, aunque de inmediato corrige su acto sin que Octavio deba volver a recordárselo. Para él la pobrecita comienza a tener problemas neuronales, aunque no vuelve a insinuarle el tema. Hay cosas que deben aceptarse cuando no se vive solo, supone. Al final no es tan terrible, aunque hay ocasiones que debe guardar su molestia bien adentro del estómago.
La segunda vez lo nota en temas cotidianos, las llamadas por celular se le desconectan sin apretar nada del aparato, o el personaje al otro lado de la línea no lo escucha pese a gritarle por la bocina. Luego las puertas con sensores, ninguna le abre para entrar o salir, debe forzarlas hasta lograr que el mecanismo se active. Con el ascensor: lo mismo, oprime con fuerza una y otra vez el botón para indicarle el piso, pero éste sigue de largo, debiendo bajar o subir por las escalares al piso que busca cuando alguien más lo solicita. Igual cuando lo llama desde la el primer piso, debe esperar que otra persona digite el botoncito para que el mecanismo haga su trabajo. Prácticamente ya no los usa. Hace un tiempo que nada le ocurre con la normalidad que debería darse en estos asuntos. Los absurdos del mundo parecen buscarlo para manifestar su existencia a través de lo que le rodea.
La tercera o ya cuarta, o tal vez quinta situación, le ocurre en sus reuniones de trabajo, aunque también de amigos: ninguno le atiende, da su opinión sólo para escuchar como se silencia en la más absoluta indiferencia o para ver como otro la interrumpe sin siquiera notar que emitía un comentario antes que el suyo. La mayoría le pregunta si le pasa algo que anda tan callado, tan ido; suele responderles que nada, pero asume que le toman el pelo o lo creen un bueno para nada. Su vida social ha bajado mucho después de estos eventos, asume que no hay necesidad de asistir a reuniones donde nadie va a escucharte.
La contabilidad de esta otra ya no la recuerda, pero paseando un día por el parque la gente parecía no verlo. Es inaudito observar como un corredor que viene en contra es capaz de ir esquivando a los demás transeúntes para darse solamente con él y después experimentar lo mismo con las demás personas que circulan. Las excusas de todos son idénticas: discúlpeme señor, es que no logré verlo, sus respuestas le recuerdan las de Laura. Luego de tantos empujones decide sentarse en una de las bancas para aminorar la molestia. A esa hora el parque consigue una frescura cristalina, nada se opone a la tranquilidad bajo sus árboles, por unos minutos queda fuera del desatino del mundo, hasta que la próxima cae en la forma de una paloma que aterriza cerca de su lado. Octavio revisa, entonces, la bolsa de la merienda para desmenuzar un pan y arrojarle algunas miguitas, pero resulta que el animal no se inmuta, le avienta otra más cerca y vuelve a ignorarlo. Piensa en lo increíble del asunto, la única paloma del mundo en rechazar un alimento resultó ser la que tiene enfrente. Le gustaría que la ciencia estuviera presente cada vez que le pasan estas cosas, él no consigue darles una explicación, pero está seguro que alguien màs podría hacerlo, el mundo está lleno de teorías que personas serias y de respeto respaldan. Laura tampoco le creería lo que le acaba de ocurrir, le diría que todo sale de su imaginación demasiado inquieta.
En su casa, después, vuelve a caer otra, debe ser la octava o novena de las que lleva en la lista. Esta vez se apodera de su perrita. Cuando llega, antes que Laura, no sale a recibirlo como acostumbraba. Ya no hay narices húmedas ni el aleteo de su cola mocha que le hace mover toda la cintura. Ahora sólo entra para verla echada en su sillón sin recibirlo. Cuando la llama tampoco se avienta, la máxima reacción que observa es ver como apenas levanta su cabeza para mirarlo somnolienta. Si le tira la pelota la ve pasar sin arrojarse sobre ella. Todo lo que le gustaba hacer con él ya no la moviliza. Si acerca su cara a la suya mientras duerme tampoco se despierta para llenarlo de lamidas. Cuando le dice a Laura que sólo falta que el espejo deje de reflejarlo, ella vuelve a reírse diciendo que son ideas suyas. Tampoco le cree cuando le cuenta que la perrita sólo parece esperarla a ella, que los ruidos de la calle la hacen saltar del sillón como si no hubiera nadie más en casa para entretenerla. Octavio no logra entender por qué le pasaran estas cosas, generalmente uno nunca adivina cuando empiezan a ocurrir hasta que se siguen unas a otras sin mucho intervalo. Al principio caen como hechos aislados, una sola cada tanto no sorprende, hasta entretiene, pero un tropel de anécdotas que no para de sucederse es como para preoucuparse.
Octavio empieza a salir a la calle con recelo, los hechos ya no lo sacan de quicio como antes, más bien, lo atemorizan, son demasiado evidentes para pensar en casualidades. Cuando se manifiestan deja que ocurran sin oponerse. Se siente mirando su propia película sin que haya espontaneidad en casi nada de lo que hace. Cada circunstancia la analiza con excesiva conciencia. Pero los eventos son capaces de salir de las cosas menos pensadas, son demasiado hábiles para dejarse atrapar por la agudeza de cualquier suspicacia. Si un día su tarjeta de compras aparece en la caja de alguna tienda como invalidada, al otro, sus claves de seguridad en el computador lo señalan como usuario desconocido. Todo ello sin siquiera haberlo intuido, sin distinguir los por qué o los cómo de tanto inexplicable junto. Daba la impresión que el mundo lo borraba de a poco, que todo lo suyo se hacía etéreo. Laura ya ni siquiera lo sentía en la casa ni volvía a prender la luz del dormitorio cuando lo dejaba a oscuras. La perrita había dejado, incluso, de levantar su cara adormilada y en el trabajo ya no había consultas, tampoco el llamado telefónico de algún amigo y en los restaurantes los garzones le pasaban de largo cuando deseaba ordenar alguna cosas. En las calles debía cuidarse del andar de todos los transeúntes para no sufrir un ataque de empellones, antes al menos se disculpaban, ahora lo golpean sin siquiera notarlo.
Un nuevo evento le cae de noche, regresando a casa, tal vez sea el décimo en los que lleva contando. Intenta parar un taxi sólo para ver como sigue de largo, luego otro y así sucesivamente. Después trata con las micros, pero obtiene el mismo resultado: pasan de largo para detenerse en la siguiente persona que ve a unos diez metros de distancia y pese a correr y gesticular tras ellas para ser notado, las máquinas retoman su recorrido cuando el pasajero la aborda. Resignado continúa a pie, decide pasar por la plaza que se encuentra a mitad de camino para hacerlo más corto, con seguridad habrá pocas personas circulando. Piensa que ya no es hora de paseos ni de ejercicios, por lo que el número de empellones se reducirá notoriamente. Mientras anda, la tranquilidad de las casas del sector con sus farolitos alumbrando los antejardines lo sorprenden gratamente, sin embargo, la sombría entrada del parque que se alcanza a ver a pocas cuadras contrasta con fuerza, sus enormes árboles entrelazados en la sombra parecen custodiar un secreto inasible. Al llegar a la entrada, distingue el camino curvilíneo iluminado tenuemente por los faroles y rodeado por la oscuridad de los árboles. Casi no hay gente, como pensaba. Su objetivo es llegar a la banca que siempre usa para descansar unos minutos. Hasta aquí ningún evento se manifiesta, como si estuvieran en fase de latencia. Toma asiento, el contraste de la luz y la sombra en casi todos los rincones del parque parece ser el único habitante. La necesidad de un cigarrillo le hace buscar la cajetilla en los bolsillos de su chaqueta. Con el pulgar y el índice lleva un pitillo a los labios, lo sostiene en la boca, lo enciende, sin embargo no le resulta nada simple, da innumerables bocanas con la llama del encendedor en la punta hasta conseguir que el tabaco encienda. Brota el humo, aspira, vuelvo a hacerlo, pero algo pasa, el humo parase resbalarle, no logra llevarlo a la boca, del labio superior se va hacia arriba abriéndose paso a través de su nariz y después a la oscuridad de los árboles. Vuelve a intentarlo, otra vez lo mismo, lo arroja al suelo. Busca otro cigarro en la chaqueta, piensa que el anterior debió haberse mojado, pero esta vez ni siquiera consigue encenderlo, el oxígeno que aspira parece no entrarle. Piensa en Laura, en confirmarle a través de un cigarrillo todo lo que le viene pasando. Sale corriendo por el camino del parque, aunque tropieza por culpa de la oscuridad que no había notado, eleva la vista y descubre que los faroles de la vía se han apagado. Dos nuevos eventos caen de forma simultánea, aunque el último, el de la luces, parece ser de otra estirpe.